La odisea de la lucha libre bogotana



A punta de esfuerzo, pasión y dedicación, «La Sombra del Ecuador» José Luis Espinoza, un legendario en la lucha libre, entrena en un modesto cuadrilátero en el barrio Policarpa a la nueva generación que busca volver a sus tiempos gloriosos al deporte que en su tiempo fue de los más importantes en el país.

 

Por: M. Chacón, P. Uribe y G. López

 

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 Así lo ha hecho desde hace desde 1998. Tras sus 40 años practicando lucha libre ha caído en cuenta que los grandes de su época no se enfocaron en capacitar sangre nueva, jóvenes que se encargaran de mantener viva la emoción suscitada por el deporte. Sus luchas fueron memorables, participó en las principales arenas a nivel nacional, incluso tuvo varias luchas fuera del país. Recuerda especialmente sus combates con El Espanto de Venezuela, o Andresito Gigante.

De esta manera decide José Luis Espinoza fundar Colombian Wrestling Superstars, CWS, la una de las tres principales empresas y escuelas de lucha libre en Bogotá junto con Equipos de Lucha Libre (ELL) y la Society Action Wrestling (SAW). Cada una trabaja por su cuenta, tiene sus propios luchadores, títulos, eventos y escuelas de preparación.

La CWS ha sido la cuna de los mejores luchadores colombianos actuales, muchos de los cuales decidieron hacer su propia empresa. En la CWS entrenan todos los martes y jueves en el barrio Policarpa, que ya es sinónimo del deporte, en la Casa Cultural Luis A. Morales, en la Carrera Décima con calle 3 sur, en donde también realizan sus eventos. Han participado en tres campeonatos internacionales y organizado dos mundiales en Bogotá.

El ring en el que entrena a sus estudiantes lo consiguió comprándolo a una empresaria que promocionaba lucha libre. El lugar es amplio y algo desprolijo, pero ha sido el único espacio que La Sombra ha conseguido. El apoyo a la lucha libre en Bogotá es poco, y más teniendo en cuenta que es vista como un deporte espectáculo, categorización que les ha cerrado las puertas en Coldeportes y el Instituto de Recreación y Deporte (IDRD)

 

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 De los años dorados en las décadas de los 60, 70 y 80 no queda casi nada. El Rayo de Plata, El Jaguar de Colombia, El tigre Colombiano o Hércules Negro son nombres que tal vez no sean familiares para muchos, pero hace unos treinta o cuarenta años eran estrellas de la lucha libre colombiana, un deporte que llegó al país en 1950, y que ido decayendo desde hace ya un buen tiempo, opacado por deportes más patrocinados como el fútbol y el boxeo.

A pesar de esto, José Luis enfoca todos sus esfuerzos en llevar a la gloria el deporte que lo hizo famoso, al cual le ha dedicado su vida. Cada peso que puede recaudar para sus eventos es bienvenido, cada sacrificio es válido para hacer brillar a sus jóvenes luchadores, algunos de los cuales están con él desde que tenían 13 años.

Actualmente la lucha libre puede observarse en dos sedes: La arena Policarpa, ubicada en el barrio homónimo, al sur de la ciudad; y La arena San Fernando, en el salón comunal de este barrio. Hacen eventos mensuales, donde asisten un máximo de 300 espectadores a ver la acción, emocionados gracias a la influencia de empresas de lucha libre norteamericanas y mexicanas.

A pesar de la trayectoria y el esfuerzo de los promotores, la lucha libre no ha podido resurgir, en parte porque los viejos aficionados ya no saben en qué sitios se presentan, y también porque es más lucrativo para una empresa particular apoyar un deporte que mueva más público. Empresas como Todelar, Postobon y Kola Sol solían patrocinar la lucha libre, y se comprometían a llevar buses a cualquier parte de la ciudad para atraer espectadores. La situación ha cambiado drásticamente, pero el sueño se mantiene.

 

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 Al igual que La Sombra, Fabián Anzola también se esfuerza por promover la lucha libre. Lleva apenas seis años con su promoción de lucha libre ELL, pero tiene una trayectoria de más de 20 años fabricando todo tipo de equipo de lucha libre, siguiendo la tradición familiar que inició hace 40 años con su padre. La mayor parte de sus eventos se realizan también en el Policarpa, y sus luchadores han sido contratados en varias oportunidades para aparecer en televisión, ya sea en novelas o programas de espectáculo.

El taller de Fabián está en su casa, también en el barrio Policarpa. Es algo modesto, cuenta con tres máquinas de coser, y un montón de telas por todos lados, con las cuales fabrica sus máscaras. En las paredes cuelgan fotos de luchadores legendarios, que eran famosos cuando era apenas un niño, o de algunos de sus clientes luchadores. Equipos de Lucha Libre siempre fue una empresa familiar de confección, pero con el tiempo la afición que lleva siempre a flor de piel Fabián lo llevó a lanzar su propia promotora.

No hace falta ser muy observador para darse cuenta que la lucha libre es su vida, no solo su negocio. Guarda con cariño la primera máscara profesional que fabricó con supervisión de su papá, tiene una pequeña colección de figuras de acción de luchadores, incluso guarda un cinturón de campeonato en la sala de su casa.

A Fabián le va bien, puede vivir de su pasión, cosa que lamentablemente no pueden decir los luchadores. Hace 30 años los eventos eran cada semana, con un lleno total. Hoy en día los eventos se realizan semanalmente. Al luchador se le paga de acuerdo a la afluencia de público, que paga $10000 por boleta. Para continuar con el deporte se ven obligados a tener otros empleos, entrenar en las noches y presentarse más por compromiso y pasión que por dinero, cada mes.

La SAW es otra empresa que presenta sus espectáculos en el barrio San Fernando. Actualmente su campeón, Espartaco, se encuentra de gira por Centroamérica. Llevan cerca de 10 años en el negocio, y cuenta con luchadores entrenados por José Luis Espinoza, y que quisieron probar suerte por aparte. Su evento principal es Sawmania Wag, el cual este año presentó su octava edición.

Pero atrás quedaron las largas veladas los sábados en la noche, en las que cuatro arenas se llenaban en simultáneo con cerca de 11.000 espectadores: La Arena Bogotá, en la carrera 30 con calle 19, la Plaza de Toros de la Santamaría, el Palacio de los Deportes y el Coliseo El Campín.

 

La historia de la lucha en Colombia

 

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Máscaras y trajes brillantes y con llamativos colores eran usados por estos atletas, quienes dejaban todo en el cuadrilátero. Los niños se vestían como ellos, el público gritaba sus nombres apoyando a sus preferidos, fueran rudos (los sucios que harían cualquier artimaña con tal de ganar), o técnicos (los correctos, los buenos). Cada luchador adoptaba, al igual que hoy, un personaje uniéndose a uno de los dos bandos, un nombre de ring, y una serie de movidas personales que lo identifican.

Héroes o villanos, eran tan populares que muchos se volvieron leyendas. Tal es el caso de El Jaguar de Colombia, único luchador colombiano en luchar en la empresa más grande de Estados Unidos en los años 70, la NWA, y único en aspirar por un título en la WWF, la más grande empresa a nivel mundial. Como él muchos otros también hicieron carrera en el exterior, como El Tigre Colombiano, único luchador colombiano en visitar más de 42 países, o El Rayo de Plata, la leyenda que se convirtió un ícono en México, donde desarrollo la mayor parte de su carrera.

Luchadores reconocidos hacían presentaciones en el país, tales como El Santo, Blue Demon y el Huracán Ramírez, quienes son las más grandes figuras de la lucha libre mexicana de todos los tiempos. Pero grandes personajes de Estados Unidos, Japón y Europa también hicieron aparición en las arenas capitalinas durante los años dorados.

Hoy en día se mantienen ciertos elementos: las máscaras, agentes del misterio que aficionan a los niños que van al Policarpa o San Fernando. Son sus superhéroes, luchando contra los supervillanos. La violencia en los combates es acompañada con una gran puesta en escena, cada luchador entra en su personaje, deja atrás su otra identidad. Detrás de cada combate hay historias, algunas dignas de una obra de teatro, y cada luchador se prepara para para que la lucha se vea limpia, profesional, en cierta forma, coreografiada.

Con los años el público se redujo y muchas empresas cerraron sus puertas. El patrocinio empezó a escasear, enfocándose en el creciente auge que entonces representaba el ciclismo y el fútbol. Las cuatro arenas que había en Bogotá quedaron reducidas a una, en la Avenida Caracas con Primera de Mayo. Con todo esto, el escenario se seguía llenando, los fanáticos asistían fervientemente, y la lucha, en un intento por no desaparecer, logró un espacio en la televisión colombiana en RCN, llamado Súper Viernes.

De la Primera de Mayo con Caracas se pasó al barrio Restrepo, donde grandes carteles forraban las paredes de las casas. De los 11000 asistentes se pasó a 5000, y por último a menos de 1000. La era dorada había terminado sin mayor resonancia. El inicio de la década de los 90 marcó el final de más de 40 años de tradición. Fue apenas entrado el siglo XXI que la lucha libre colombiana trata de aparecer en escena, y con paciencia intenta reencontrarse con los fanáticos que hicieron de este deporte el más grande del país por muchos años.

La lucha libre se niega a morir, y, con paso lento pero seguro, recupera de a poco la brecha con la era dorada. El patrocinio es evasivo, el dinero poco, pero mientras se cuenta con el ímpetu que demuestran dentro y fuera del ring La Sombra Espinoza y Fabián Anzola, el camino de vuelta a los coliseos llenos estará casi asegurado.

 

 

 

 

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