Por: Javier Correa Correa
El primer cuento que leí de José Zuleta Ortiz no lo leí: lo leyó él y, por lo tanto, yo lo oí. No me dejó opciones y acabo de leer “Ladrón de olvidos”, un libro que él me obsequió ahora que estuve en Cali, con una dedicatoria absolutamente cómplice que dice: “Para Javier mi viejo amigo que conozco hoy”. Debe ser porque él fue amigo de mi hermano Fernando y yo, de su madre, María del Rosario Ortiz, con quien compartimos espacios en la Universidad Central. Con la dedicatoria de apenas dos renglones empezó entonces, de su puño y letra, la lectura de este volumen de 22 cuentos.
No sé dónde carajos había estado José Zuleta Ortiz todos estos años, a quien ni siquiera había escuchado botando corriente con una cerveza artesanal en la mano, como hicimos en la librería Oromo, en el barrio Capri, al sur de Cali.
Con destreza clara describe los poemas, los cuentos, las novelas, como cuando dice “El niño no entiende, esconde su rostro entre las ropas de su padre, mientras la lucha se aleja volando por el cielo”, “No ha comprado un libro en su vida, pero le gusta mirarlos”, o “Solo soy libre cuando estoy encerrada”. Utiliza adjetivos precisos, como “Sentí otra vez el aliento eslavo de perrita pequeña”, “su belleza oscilante”, “me miró un instante con ojos limpios y luminosos, como los de un niño después de llorar” o “apareció la casa: alta, pintada de terracota y blanco, bordeada de jardines, agobiada por los años, aunque firme y mirando al mar”, sacados tal vez de temerarios escaques, o del mismo sitio de donde saca las historias de la más sencilla cotidianidad. ¿De Cali? Cali da para todo, y resume a esa ciudad al decir que “en Cali uno vive porque es fácil, porque ella es, a pesar de ella, cálida y fresca, negra y blanca, de todos y de nadie”.
Él llegó a Cali en 1969, procedente de Bogotá, el mismo año en el que yo dejé Cali para viajar a Bogotá. A ambos nos descrestó el nuevo destino, y ambos copiamos historias de la realidad.
Así como uno conoce Estambul de la mano de Orhan Pamuk, Cali puede ser conocida bajo la guía de José Zuleta Ortiz, autor, entre otros, de “El ladrón de olvidos”, “Todos somos amigos de lo ajeno” (no en balde van junticos), “Lo que no fue dicho”, “Esperando tus ojos”, “La mirada del huésped”, además de poemarios, como “Las alas del súbdito”, “Descanse en paz la guerra”, “Música para desplazados”… Una primera pista del origen de las historias del escritor rolo-caleño es el Café de los turcos, en el barrio Centenario, donde se daban cita William Durán, Sandro Romero, Alfredo Reyes, Fernando Correa y José Zuleta, a charlar de lo lindo, amparados en el nombre que le dieron a la mesa de los encuentros: Narisópolis. Sería redundante explicar el porqué del nombre.
Otra pista pueden ser las 21 cárceles en la que ha estado, coordinando talleres de literatura que han derivado en diez antológicas “Fugas de tinta”. Él sabrá, nosotros lo leemos maravillados.
El caso es que son historias que no piden permiso y desde el primer párrafo obligan, para qué decir “atrapan”, si es un lugar común y los cuentos de Zuleta Ortiz de común no tienen nada.
Sería redundante también recomendar las letras de José Zuleta Ortiz, así se trate de lecturas nunca tardías, como la de “Ladrón de olvidos”, volumen publicado en 2014 y que llegó a mis manos en Cali, la semana pasada, una cálida y lluviosa noche en la librería Oromo, palabra que nos remite a Etiopía, pero eso es hilar muy delgado para hablar de aromáticos granos de café.
Por ahora, escuchemos “La niñera”: