Por Javier Correa Correa
Eran las 7 y media de la mañana del 2 de agosto del último año de la década de los ochenta. Yo me estaba afeitando, cuando escuché tres detonaciones, a menos de cincuenta metros de mi casa. La cuchilla de la máquina se deslizó y produjo una herida insignificante en una de mis mejillas. Pero las tres detonaciones que antecedieron a las balas blindadas hirieron de muerte a un hombre de cuarenta y cuatro años cuyo delito era creer en la paz.
Cuando salí a la carrera 26A con calle 39, me topé con un vecino que corría despavorido. “Acaban de matar a un tipo”, dijo y siguió corriendo hacia el norte. Yo me dirigí a la esquina, donde un hombre yacía en plena esquina, bocabajo, en medio de un grupo de personas aterradas.
Me acerqué y cuando observé que llegaba un policía, le supliqué que detuviera un carro para transportar al herido. Ayudé a subirlo a un taxi que lo llevó a la Clínica San Pedro Claver –hoy Mederi–, a donde llegó sin signos vitales. Cuando el carro amarillo arrancó, vi que en el piso estaba una agenda llena de papeles, que recogí sin disimulo y con cuidado resguardé. Dos días después me dirigí a la casa de Abelardo Daza Valderrama, asesor jurídico de la Unión Patriótica y entregué la agenda, tras aclarar quién era yo. Por lo menos los documentos que había allí se salvaron.
El después martirizado Bernardo Jaramillo, quien clamaba por un “Venga esa mano país”, denunció en su momento que los presuntos autores intelectuales del asesinato de Abelardo Daza Valderrama eran de la Asociación campesina de agricultores y ganaderos del Magdalena Medio –Acdegam–, dirigida por Iván Roberto Duque, quien después se enmascaró con el seudónimo de “Ernesto Báez”, comandante paramilitar de la zona.
El caso es que una hora después de que el cuerpo de Abelardo Daza Valderrama hubiera sido llevado infructuosamente al hospital, me reencontré con el vecino que había visto el atentado.
“El asesino estuvo todo el tiempo detrás de usted”, me dijo. “Se había cambiado de chaqueta dizque para que no lo reconocieran, y el que debió camuflarse fui yo, por si acaso él me hubiera visto antes”.
El fallo
Esta semana, y después de décadas de impunidad, la Corte Interamericana de Derechos Humanos –CIDH– acaba de condenar al Estado colombiano por el exterminio de la Unión Patriótica, partido político al que durante más de veinte años le fueron asesinados más de seis mil integrantes y simpatizantes, entre ellos dos candidatos presidenciales, Bernardo Jaramillo y Jaime Pardo Leal.
Como si fuera poco, en el año 2002, el Consejo Nacional Electoral –CNE– le retiró la personería a la UP, con la estúpida excusa de que no había conseguido votos suficientes, desconociendo que los votantes y los candidatos habían sido asesinados, amenazados, desplazados, exiliados. Once años después, el CNE aceptó la demanda y revirtió la medida, por lo que la UP pudo volver a participar en una contienda electoral. Ahora forma parte del Pacto Histórico, que llegó al Palacio de Nariño.
Patricia Ariza, ministra de Cultura e integrante de la UP, expresó en Twitter que “Todos y todas llorando recibimos la sentencia de la @CorteIDH, fue condenado el Estado Colombiano. ¡Teníamos la razón! Sobrevivirá la justicia, sobrevivirá el afecto. Las víctimas y sobrevivientes mantendremos viva la memoria”.
La lista despersonaliza, por eso yo hoy, con timidez y profundo respeto, recuerdo al abogado Abelardo Daza Valderrama, luchador por la paz. Por la paz total.