Lentamente, mientras más me alejaba de mis raíces y comenzaba a divisar grandes edificaciones, sabía que este era mi nuevo hogar, la gran Bogotá, un destino con mucha esperanza, ilusión y un nuevo inicio.
Por: Macgerly Pulido M
Imagínate que un día tu vida cambie drásticamente y tengas que iniciar desde cero en un lugar que no conoces, sin llevarte las cosas por las que trabajaste, y decirle adiós a tu familia, sin saber si vas a volver algún día.
Bueno, no es muy alejado a la realidad colombiana que entre 1985 y hasta el 31 de diciembre del 2021, se reportaron alrededor de 8.219.405 víctimas del desplazamiento forzado, según el Registro Único de Víctimas (RUV) con apoyo del Internal Displacement Monitoring Centre (IDMC) y 5.235.064 personas mantienen su condición de desplazadas internas.
A la edad de 16 años, tuve que dejar mi territorio y con ello mis costumbres, tradiciones y, lo más difícil para mí, mi familia.
Tuve que abandonar todo y lo único que conocía, mi tierra caliente, las tardes de hamaca, el mote de queso, el salado del mar y las grandes parrandas vallenatas con el acompañamiento del acordeón y la guacharaca.
En las largas horas de transporte atesoré en mi memoria todos los recuerdos, para que siempre estuvieran conmigo en esta travesía que empezaba.
Sin pensarlo mucho llegué a Bogotá, el destino que les daba esperanzas a todos mis paisanos. En un principio me perdí entre la inmensidad de las construcciones y el ajetreo de las personas, todo era desconocido, no había un rostro familiar en esta ciudad que me devoraba lentamente.
Experimenté el rechazo y el desprecio, todo el mundo me daba la espalda, no podía creer que la gente fuera tan apática y, no suficiente con eso, me tocó adaptarme por las malas a un frío al que no estaba acostumbrada.
Lo peor de la situación es que mi hija de un año también tuvo que enfrentar esta realidad, me partía el alma que ella, alguien inocente, pasara por eso, así que decidí sacar el valor que no tenía y la verraquera para darle un mejor futuro y hacer todo lo que estaba a mi alcance.
No fue fácil, yo tenía bastante preparación para la vida, entendía perfectamente todo lo que se debe sacrificar para ganar unos cuantos pesos, pero siempre tuve algo que me impedía avanzar: el idioma.
No sabía leer ni escribir, así que fue un reto personal adaptarme a las indicaciones, calles, letreros de transporte y la ciudad en general, todo era muy diferente, el clima, las comidas, la ropa que se usaba y las personas.
Me ubiqué en una habitación de inquilinato y los primeros días salía a caminar pidiendo ayuda a las personas, me avergonzaba mi situación, pero algo tenía que hacer para sobrevivir.
La angustia me consumía por dentro, el no saber qué pasó con las otras personas, si salieron de allí o se quedaron, si la vida había mejorado para ellos o todo sería un infierno, no tenía un número al que llamar, para reportarme y que supieran que mi hija y yo estábamos bien a pesar de todo.
Poco a poco, fui reuniendo más dinero hasta que pude pedirle a la señora de la casa que me cuidara a mi hija para conseguir un trabajo más formal. Fue así como meses después pude trabajar en un restaurante como ayudante de cocina y luego en una casa de familia. Tuve patrones muy buenos que me ayudaron con mi hija y la podía tener conmigo mientras hacía el aseo.
Estos patrones me recomendaron con sus amigos y conocidos, ya que les gustaba mi forma de trabajo al igual mis preparaciones, que hacen honor a todo el Caribe que llevo orgullosamente y recorren cada centímetro de mi piel.
De esta manera me adapté a las subidas y bajadas de Bogotá, en muchas ocasiones deseaba regresar con mi familia para saber si se encontraban bien, pero yo había decidido que este sería mi nuevo rumbo y tenía que ser fiel a ello.
Hasta el día de hoy no he vuelto a visitar mi tierrita, pero estoy en contacto con mis tíos, tías, primos y mi abuela Fidelia, a quien le debo todo en esta vida, la mujer que me sacó adelante con lo poco que tenía para dar y aunque la distancia me separe, la llevo en mi corazón cada vez que hago un enyucado, carimañolas, envueltos, sancocho de pescado, cocadas y las infaltables arepas con queso.
Puede que esas malas personas me hayan alejado de mi territorio, de mi punto de enunciación, pero lo que soy, mis tradiciones, vivencias, saberes artesanales y ancestrales me convierten en territorio, a pesar de estar en otro.
Marta Cecilia Montalvo Beltrán.
Montería, Córdoba. 1992
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