Por José Ricardo Guerrero
Estudiante de la Maestría en creación literaria de la Universidad Central
Cuento ganador del II concurso de cuento para jóvenes Andrés Caicedo.
Cuando el Enano tenía doce años, en Bogotá era fácil comprar una pistola de balines. Solo se requerían el dinero y un remate o “todo a mil” como también los llaman. El Enano conocía un buen lugar donde podía comprarlas, pues no es que estuvieran a la vista de todo el mundo. La policía las decomisaba, o eso era lo que don González le había dicho alguna vez. Las llamaban juguetes bélicos. Esa palabra: bélico, era algo que el Enano no conocía sino en combinación con la palabra juguete.
Suárez va sentado en la parte de atrás del camión junto con el resto del pelotón. De seguro mi sargento va adelante, de copiloto, piensa él. Le es difícil dormir, no sabe si por la idea de lo que se avecina o por el constante bamboleo del camión. Hace rato están transitando por una trocha. Las piedras y la tierra crujen bajo las ruedas del vehículo. Suárez no alcanza a ver si los demás duermen. Los rostros no se perciben en la penumbra. Apenas distingue las siluetas, recostadas unas en otras. Suárez se apoya en el fusil para levantarse. Se estira, y bosteza. Con cautela, mide cada paso hasta el extremo final del camión. Adivina los pequeños espacios que hay entre las piernas de sus compañeros. El reproche de alguien a quien ha pisado lo asusta. Se disculpa, y continúa avanzando. Cuando llega hasta la puerta, corre la carpa de caucho para poder ver por entre los listones de madera. Los faros del camión que viene atrás lo ciegan por unos instantes. Ve colores, parpadea varias veces, y luego alcanza a divisar los demás camiones que vienen subiendo por la ladera. La curva le oculta si hay más de los cinco que alcanzó a contar.
Al Enano le gustaban las pistolas pequeñas y las medianas, pero no por ninguna especie de afinidad al tamaño, más bien porque eran prácticas, discretas y, pese a ser de plástico y Made in China, duraban más que las grandes. Tras haber ahorrado durante una semana el dinero que le daba su mamá para las onces del colegio, fue el viernes al remate de don González en busca de una nueva, pues la última que tenía se la había quitado su papá y la había roto a pisotones. Le decía que ese tipo de juguetes fomentaban la violencia.
Cuando el Enano entró a la tienda y le pidió a don González la pistola, el señor miró hacia la calle con desconfianza, y fue al fondo. Debajo de unas cajas llenas de relojes, cuchillos, saleros y demás cachivaches, sacó la caja que contenía el arma de juguete. El Enano la desempacó, y dejó la caja ahí mismo. No quiso guardarla en la maleta; la llevó en la pretina del pantalón como todo un mercenario de las películas que solía ver en televisión. El saco del uniforme le ayudaría a ocultarla de la vista de sus padres, aunque ellos por lo general no estaban en casa cuando él llegaba del colegio; regresaban del trabajo horas después, cuando ya caía la tarde. Aun así, tomó todas las precauciones necesarias. La vecina lo había visto jugando con la pistola anterior y era ella quien lo había delatado ante sus padres.
Al llegar a casa le sonaban las tripas, pero no almorzó. Era mucho más importante poner a prueba la nueva adquisición. La víctima del día era el muñeco de poliestireno que había hecho esa semana para la clase de biología; tanto tiempo invertido en aquella figura humana que debía ilustrar el sistema circulatorio. Pero ahora podía divertirse con él. Lo puso en el patio de la casa y comenzó a dispararle, primero de cerca; luego, tomó más y más distancia y cambió varias veces de ángulo. Le gustó su víctima, porque los balines no se rompían y, además, se le incrustaban, lo cual evitaba que se perdieran. El crujido del poliestireno le avisaba de sus aciertos. En medio de su fascinación, no notó en qué momento se le agotó la primera de las bolsitas de munición que le habían dado con la compra. Destapó la segunda.
Suárez vuelve a donde estaba. El rostro del compañero de enfrente se le presenta en el resplandor de un cigarrillo. Ve un pequeño punto incandescente que se desplaza a la derecha y después, otro rostro que se enciende. Un tercer rostro sale a la luz y luego el mismo punto rojo y amarillo regresa al inicio. Todo transcurre entre susurros esporádicos y el bramido del motor. Piensa en el día del reclutamiento, ya tan lejano. No se había fijado en los soldados que estaban pidiendo documentos en el puente peatonal; pues de haberlo sabido, habría pasado por debajo. Se dice a sí que es tonto reprochárselo. Tiene la sensación de no poder respirar, como si algo más le ocupara el pecho, algo más que su corazón, algo más que el humo dentro del camión. Esa masa que siempre le ha hecho bulto adentro antes de cualquier operativo.
Se detienen. Hay un enmudecimiento efímero. Suárez comienza a oír voces que provienen de afuera. Reconoce el golpe seco de las botas militares cuando los soldados saltan a tierra. Abren la carpa y las puertas del camión. Todos los del pelotón se levantan, y comienzan a bajar, pero Suárez demora la salida. Finge buscar algo en la chaqueta, amarrarse las botas, ajustar la correa del fusil. Le gritan desde afuera. Con las manos temblorosas, se echa el equipo al hombro. Camina despacio y sus pasos hacen eco en el camión vacío. Salta.
Suárez mira alrededor, la poca luz de luna no le permite más que divisar una mancha oscura frente a él. Se acerca, y la mancha va tomando la forma de varios soldados. Suárez se ubica detrás de alguien. Solo lo circundan perfiles humanos. Algunos murmuran mientras se agrupan en filas, el sonido de los pasos y de los innumerables roces de los camuflados colma el ambiente, hasta que el silencio anuncia la formación concluida. Los camiones se dan vuelta, encienden las luces y desaparecen tras la primera curva. A partir de ahí, la compañía debe seguir a pie, lo cual hace en una marcha continua y sigilosa. De vez en cuando se oye el quiebre de una rama bajo las botas, el machete abriéndose paso en la maleza, el canto de las chicharras. Aquí y allá aparecen y desaparecen las luciérnagas.
El muñeco comenzaba a resquebrajarse. Cuando el Enano se quedó sin munición, recordó que tenía más balines regados en los cajones del escritorio. Subió corriendo al cuarto y encontró suficientes como para llenarse los bolsillos del pantalón. Mientras bajaba por las escaleras, los fue metiendo uno a uno en el proveedor. Lo introdujo en la pistola y tiró de la corredera. Antes de salir al patio se apostó a un lado de la puerta, con el arma tomada con ambas manos. Sería un ataque sorpresa. Mas cuando se asomó al umbral de la puerta, vio que había una paloma en el patio. Andaba de un lado al otro, moviendo la cabeza al compás de sus pasos. Quizá busca algo de comer, pensó el Enano. Con total cautela, se acostó boca abajo y cerró un ojo para ver al animal por encima de la mira. Sin mucha fe en acertar, disparó. La paloma se sacudió, y quedó en el suelo, sobre el abdomen, como si imitara al Enano. Él sintió una presión enorme en el pecho. Se incorporó. Corrió hacia ella. Para sorpresa suya, el ave no salió volando, su ojo estático atravesó al Enano. Respiraba agitada. Las plumas del tronco se levantaban y retraían. El Enano le habló disculpándose, y la tomó en sus manos. El balín se le escurrió entre los dedos y cayó. Se escuchó rebotar. El Enano le acarició la cabeza. La bajó al suelo y se sentó. Se revisó las manos en busca de sangre, pero no había nada. Esperó junto a ella y luego de unos minutos, interminables para él, la paloma alzó el vuelo. El Enano se preguntó en ese momento si esa sensación que había experimentado era lo bélico.
Agazapado tras un montón de escombros, Suárez apunta su fusil contra los que están al otro lado del pueblo, más allá de las llamas. Hay estruendo por todas partes. Se pregunta por qué en ese momento le vienen los recuerdos del ave a la mente. Pone su dedo en el gatillo. Las balas de los demás cruzan la noche silbando y se pierden. Ve el ir y venir encarnizado de aquellos destellos, y recuerda cuántos de ellos le han arrebatado a sus compañeros. Se oyen lamentos y gritos desgarrados en el aire. El índice le tiembla contra el guardamonte. Se obliga a pensar que las balas se enquistarán en algún muñeco de poliestireno, de esos que están al otro lado del pueblo, muñecos sin ojos que lo miren. Abre fuego.
Artículo producto de ejercicios académicos. No es oficial de la Universidad y las afirmaciones u opiniones emitidas a través de ellos no representan necesariamente a la Institución.
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