“Por un proceso de deconstrucción pasa Ita María para poder llegar a su posición de empatía.”
Escrito por: Leonardo Sierra Hernandez
Este gobierno, que por fortuna ya llega a su fin, estuvo sin duda alguna marcado por sucesos compulsivos de rabia, ira y un descontento generalizado por su mala gestión. Múltiples manifestaciones sociales se presentaron desde el inicio, como se suponía, por las posturas anti derechos, arbitrarias y violentas del gobierno que hoy es catalogado como el peor gobierno de la historia reciente de Colombia, que está llena de peores gobiernos.
Por aquella época reciente, pero que parece ya lejana por lo largo que se ha hecho este remedo de gobierno, se empezaron a tomar las calles como escenario político, una cantidad numerosa de personas, organizadas en grupos y movimientos sociales, que encontraron la protesta social como un mecanismo democrático para manifestar su inconformismo con las actitudes dictatoriales y autoritarias de este gobierno.
El 2018 y el 2019 estuvieron marcados en América Latina, pero sobre todo en Colombia, como los años del estallido social más grande en los últimos tiempos. Miles de personas, organizadas en su mayoría por grupos estudiantiles, colegiales y universitarios, y también por grupos de diversos feminismos, sindicalistas, trabajadores y gremios económicos, salieron en masa a las calles de Bogotá, Cali, Bucaramanga, Medellín y las principales ciudades y pueblos de Colombia, a ejercer su derecho a la protesta social, mientras expresaban sus inconformidades y pedían se cumplieran sus peticiones y sus derechos fundamentales. Estas quejas y reclamos, en un principio fueron atendidos con un silencio por parte del gobierno de Iván Duque que ignoró el ruido de las miles de voces que le pedían a gritos que aterrizara, que pusiera los pies en la tierra y dejara de fingir que estaba aún en etapa de aprendizaje. Después este silencio fue apaciguado con un dialogo que se decía ser nacional, pero que solo fue presenciado por algunos sindicalistas y politiqueros que juraban ser representantes del Paro Nacional, pero con los cuales las personas en las calles no se sentían representadas. Posteriormente hubo unos acuerdos que jamás tuvieron algún valor, pues fueron pactados por personas que no representaban las voces de la ciudadanía enardecida. En vista de que no hubo solución dialogada, la gente siguió en las calles, pues el desespero por tanta injusticia, desigualdad, hambre, la pobreza que crecía cada día y una violencia desmedida que se había apaciguado en cierto grado con los acuerdos de paz firmados en 2016, pero que de nuevo empezaba a crecer por el incumplimiento de los acuerdos de paz por parte de este gobierno, iba en ascenso.
Para finales de 2019, la situación en Colombia ya se empezaba a tornar pesada. El descontento general era inmenso, no se hablaba más en los pasillos de las ciudades y pueblos y en las redes sociales de lo ineficaz y pésimo que era este gobierno. La popularidad del presidente Iván Duque iba en pique, la gente ya no creía en su gestión, ni en sus palabras, y tampoco el congreso, en su mayoría oficialista, era aprobado por la ciudadanía misma que los eligió.
Al ver que las protestas en las calles no cesaban, sino que por el contrario, cada día eran más personas y grupos los que se unían a la voz de reclamo e inconformismo, el gobierno decidió irse por el lado facilista. Empezó a utilizar la fuerza pública para reprimir la protesta social legítima. Cotidianas se volvieron por aquellas épocas las escenas violentas, las redes sociales se inundaron de videos donde se veía a la fuerza pública irrumpir protestas y disparar a manifestantes, en su mayoría jóvenes.
Era, por lo menos para mí, impresionante ver en los videos a jóvenes uniformados y armados con jóvenes civiles, a lo mejor universitarios, enfrentados en batallas campales, los unos armados con armas de fuego y de largo alcance y los otros con palos o piedras. Claro, no se puede comparar un palo con un arma de largo alcance, pero la lectura que hacía por aquellos tiempos, y que hoy sigo teniendo, era la de un enfrentamiento entre jóvenes armados y jóvenes desarmados. Los primeros sin ingreso a la universidad ni a la educación técnica, tecnológica, sirviendo a un gobierno opresor que no les dio más opción, y los otros quizás universitarios, que entraron con enormes esfuerzos y sacrificios a una universidad. Después estuve pensando, y llegué a la conclusión de que muchos de esos jóvenes que se enfrentaban a la fuerza pública, muy probablemente no eran jóvenes universitarios, sino jóvenes enfurecidos precisamente por no poder tener el privilegio de entrar a una universidad; a una privada por los costos elevados de las matriculas, o a una publica por la alta demanda y baja oferta que ofrecen.
Leía y aun leo constantemente en las redes sociales a personas que tratan de vándalos a estos muchachos. “ah, es que son vándalos, ladrones, delincuentes, gamines”, etc. ¡pues claro que son vándalos, ladrones, delincuentes y gamines! ¿Qué otra cosa pueden ser? ¿Qué otra cosa esperan que sean? ¿Doctores, ingenieros, profesores y abogados, cuando el Estado les ha cerrado en sus narices la puerta de las oportunidades? La pregunta que aquí se debe hacer es ¿Por qué estos muchachos son vándalos, ladrones, delincuentes y gamines? ¿No será porque el Estado que está en la obligación constitucional de brindarles educación salud y seguridad lo único que les brinda es hambre, desigualdad y plomo?
De esta ola de protestas y movimientos sociales en las calles, nace una frase que parece ya trillada de tanto que se usa, pero que hoy tiene más vigencia que nunca. “Que el privilegio no te nuble la empatía” se empieza a leer y a escuchar en pancartas, camisetas, voces que cantan y gritan en las calles y en redes sociales por aquellos tiempos. Y es de allí de donde nace un libro que acabo de leer por estos días, aunque haya sido publicado en 2020. Y es que estuve aplazando la compra y la lectura de esta manifiesto de Ita María, hasta que por fin en la pasada Feria del Libro de Bogotá me decidí a comprarlo.
Por un proceso de deconstrucción pasa Ita María para poder llegar a su posición de empatía. Ella, según lo cuenta en su libro, es una mujer blanca, clase media, caleña, reconocida en el mundo de la moda y rodeada de privilegios, como muy seguramente muchos colombianos. Pero es esta serie de circunstancias sociales y políticas que ocurren en las dos últimas décadas, la que la hace comprender primero que está rodeada de privilegios, y segundo, que estos no le impiden ahora ver que muchos no los tienen. En una narración exquisita, Ita María narra cómo estando en su privilegio de mujer blanca y de clase media, se encentra con su militancia feminista e izquierdista. Narra su proceso de deconstrucción, del paso de privilegios y posturas imparciales a la preocupación por el otro, el reconocimiento de la otredad. El darse cuenta que afuera hay una sociedad que no tiene acceso a sus privilegios, y ni siquiera a los derechos fundamentales que ordena la constitución.
En un testimonio personal, Ita María nos invita a abrir los ojos a una realidad que aunque pueda que esté lejana para nosotros, ahí está, presente. Nos muestra la empatía como acto social, para la construcción de lo colectivo. En un recuento por los sucesos de los últimos años de este gobierno, Ita María nos muestra cómo pudo abrir los ojos para encontrarse con la realidad nacional, que le da paso a su militancia en el movimiento feminista y los caminos de las izquierdas por años satanizadas y perseguidas en este país.
Este libro, al igual que este artículo, es una invitación a la sociedad colombiana. Esto es una invitación a los privilegiados, que somos gran parte de la sociedad, para comprender que hay muchos afuera que no tienen los mismos privilegios que nosotros.
Porque sí, hay que reconocer, que aunque endeudados, o con subsidios, o con esfuerzos, o con la ayuda de nuestros padres y familiares, quienes tenemos la oportunidad de estudiar en una universidad privada o pública, somos privilegiados, porque afuera hay muchos que aún no pueden acceder a la educación superior.
Hay que reconocer que quienes vivimos en las grandes ciudades, a pesar de que la violencia estatal en los últimos años ha llegado hasta acá, aun somos privilegiados, pues esta violencia no es siquiera comparable con la que viven diariamente las zonas abandonas por el Estado.
Hay que reconocer que muchos contamos con un trabajo estable que nos permite pagar nuestras deudas de estudio, vivienda y alimentación, pero en el territorio nacional hay quienes no pueden llevar un plato de comida a sus casas, o se tienen que conformar con una comida al día.
Que esto no parezca a regaño de mamá, pero es la realidad, a veces lejana, pero existente. No se puede ignorar.
Que el privilegio no te nuble la empatía.