Un lánguido comienzo tuvo el periodismo en lo que hoy es Colombia, cuando Manuel del Socorro Rodríguez fundó el “Papel periódico de Santafé de Bogotá”, el 9 de febrero de 1791, en momentos en que el continente despertaba de la somnolencia fruto de la represión española durante más de tres siglos.
Por Javier Correa Correa
Financiado por el virrey José Manuel de Ezpeleta, el periódico quería hacerle propaganda al régimen, al tiempo que ocultar los pensamientos libertarios que recorrían el mundo luego de la Revolución Francesa y la independencia de Estados Unidos con respecto al imperio británico.
Eso de hacer propaganda puede ser considerado un concepto relativamente nuevo, si tenemos en cuenta a Joseph Goebbels, el ideólogo de la propaganda nazi a principios del siglo pasado, que dio origen a la Segunda Guerra Mundial, con más de cincuenta millones de muertos.
El riesgo de la “libertad de prensa”, dirían algunos y estoy de acuerdo, pues existe el concepto de libertinaje, que se refiere a cuando se abusa de un derecho. Es ese el primer enemigo del periodismo. El otro riesgo, el otro enemigo, es la censura. Cada uno por su lado es nocivo, y si se combinan, hablar de libertad de prensa es una utopía. En ambos, la tabla de salvación es la ética.
¡Colombia, ay, Colombia!
Creo que me he excedido en hechos y en conceptos, así que mejor voy poco a poco.
El libertinaje ha sido usado en nuestro país para que algunos seudoperiodistas incurran en injuria, en calumnia, en destruir –sí, en destruir– a personas e instituciones. Cuando son denunciados –y denunciadas– alegan que se amparan en la libertad de expresión. Una comunicadora –que no periodista– acabó con la dignidad y la familia de un oficial de la Policía, a quien acusó de corrupción, sin tener pruebas. Fue despedido de la institución y luego se demostró que era inocente. Ella fue condenada a pagar una pírrica indemnización, pero siguió alegando libertad de prensa.
“No me cuelgue…”, es una frase que se ha vuelto común en Colombia, para referirse a un locutor que abre micrófonos para que los oyentes opinen y, cuando esa opinión no le gusta, les cuelga. Pues ese locutor –tampoco le digo periodista– acabó con la vida profesional de un médico, a quien puso en la picota pública dizque por maltratar a una paciente, cuando había pruebas testimoniales y de videos que demostraban que el galeno defendía a la enfermera agredida por la energúmena. Ya la gente sabe a qué locutor me refiero, de cuyo nombre no quiero acordarme.
Ambos se declaran defensores de la libertad de prensa. Pues ella y él fueron dos de los principales propagandistas del régimen que el pasado 7 de agosto concluyó en nuestro país. Hay otros, muchos. Es más, recibían emolumentos del supuesto gobierno. Bonita palabra, emolumentos. Pero, en este caso, es un eufemismo de corrupción.
Hasta aquí, propaganda.
Vamos al segundo riesgo del periodismo: la censura. Es cuando se coarta la libertad de expresión para defender unos intereses políticos, ideológicos, económicos. En Colombia, esos intereses se han trenzado de forma tal que llevan décadas al frente del poder. En una época, a mediados del siglo pasado, en especial durante la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, había censores que ocupaban oficinas en las salas de redacción y revisaban con lupa cada cuartilla informativa que pudiera ir en contravía del régimen militar.
El primero de mayo de 1957 supuestamente retornó la democracia, cuando Rojas Pinilla viajó campante al exterior. Pero la censura siguió y centenares de periodistas han sufrido persecuciones, que los han llevado al desempleo, al exilio, a la tumba. Lides Renato Batalla y Adolfo Pérez Arosemena son dos de ellos, asesinados en la década de los ochenta. ¿Alguien los recuerda?
Los periódicos, los noticieros radiales fueron fundados por políticos que pretendían difundir los postulados de sus partidos. Eso se llama propaganda, y la información es otra cosa. También los noticieros de televisión fueron concebidos y adjudicados a los hijos de los expresidentes, en una paridad entre liberales y conservadores. La información, que esperara.
Así funcionaron durante décadas, hasta cuando inversionistas optaron por comprar medios de comunicación, tanto porque son buen negocio como porque los han convertido en plataformas ideológicas para defender sus intereses económicos. Para consolidar la plutocracia, que el Diccionario de Oxford define como “Forma de gobierno en que el poder está en manos de los más ricos o muy influido por ellos”.
No demos nombres, pero queda como tarea que cada quien averigüe quiénes son los dueños de los principales periódicos, noticieros de radio y de televisión en nuestro país, y será fácil deducir el papel que los medios han desempeñado en los procesos de paz, en la defensa de sus gobiernos afines –cuyas campañas ellos han financiado–, en las elecciones, en la oposición frente al gobierno que se posesionó el pasado 7 de agosto. “No se hace oposición, se hace sabotaje para conseguir o recuperar el poder. No se busca aportar al bien común, se falsea, se dan palos de ciego con tal de desprestigiar al contendor”, dice con acierto el periodista Arturo Guerrero.
Lánguido punto de llegada –hasta ahora– del periodismo en Colombia. A las nuevas generaciones de currinches –aprendices de periodismo– les corresponde acomodarse, comprar rodilleras o disputar un espacio de verdadera libertad de prensa. Esto es, de democracia. Nada fácil, pero como decía el periodista portugués y Premio Nobel de Literatura José Saramago, las utopías no existen, pues son inalcanzables. Pone el siguiente ejemplo, que aplica para esas futuras generaciones de periodistas: “Vamos a trabajar, sabiendo que hay árboles que plantamos y que tal vez su sombra no nos acoja, porque su crecimiento es muy lento, y que tal vez tampoco comeremos de su fruto. Pero, no obstante, lo plantamos porque esperará algún día por otros”.