Camilo Andrés Pérez Izquierdo (@ufcapi.rw)
“Soñar es el primer paso para atreverse a crear y cambiar el mundo, todo lo que ustedes puedan ver y sentir”Dijo la profesora de artes del colegio de Matías mientras pasaba la lista de inscripción para los cursos de técnica audiovisual y cine.
Algo se había movido dentro de él, los glóbulos rojos yendo en espiral o un duendecillo que descendería desde su hombro hasta la punta de su esfero haciendo que el nombre “Matías Ariza Avendaño” estuviera anotado en la segunda casilla.
Y… ¿Quién está en la primera casilla? Matías leyó M-A-R-Í-A y fium, que se va la hoja en manos de la profesora, que tengan un excelente fin de semana decía saliendo del salón.
¿Pero entonces, María qué? Casualmente había 4 marías en la clase que tenían unas distinciones… muy particulares, María pataletas Rodríguez, María mocos Pérez, María gritona Chávez y María Delgado, la más bonita de primaria. La única forma en que Matías podía salir de dudas era esperar hasta el 15 de septiembre: el día del taller.
Él vivía en Potosí, Ciudad Bolívar, y estudiaba en el único colegio de su barrio, además, fundado por una iniciativa comunitaria. No había coliseos, bibliotecas, salas de cine ni teatro, los lugares donde rendirle culto al dios de la liberación y la conexión sensorial: Dionisio, estaban excluidos del territorio.
Eso sí, había de todo en ese barrio en la montaña donde las familias llegaban caminando, muchas culturas de diferentes partes del país, era como un país chiquito, de hecho, para Matías era su mundo, solo que él estaría aún por descubrirlo
Era 13 de septiembre y para el taller de cine Matías tenía que llevar pinturas y un pincel con los pelitos limpios. Buscando entre su cajón de “objetos varios”, al que todos le temían en casa, encontró un par de pinturas a la mitad y un pincel viejo, a pesar de haber cerrado el cajón, lo volvió a abrir para ver unas pinturas suyas que estaban guardadas ahí.
No podía con la pena viendo lo que para él eran unos garabatos sin forma y feos, propios de un niño, aunque solo hayan sido de hace dos años. “Dos años, dos años, dos años… dos años sin pintar ¿y así como voy a impresionar a María la linda Delgado?” Se dijo Matías justo antes de entrar a su primera clase de cine.
Se abría la puerta y al mismo ritmo se abría su boca viendo esta feria de talentos. Dos niñas mezclando música en una computadora del cole, un chico cantando al ritmo de ellas, dos bailarines de tercero y un camarógrafo tratando de captar los mejores ángulos ¿el tema? Cuenten su vida en el barrio.
Para Matías, el barrio se volvía tan grande, él tan pequeño, su pincel tan impreciso y la hoja tan cuadrada que justo en el momento en que a sus preocupaciones se iba a sumar que no sabía pintar, pudo levantar su mirada y darse cuenta de que al igual que él, todos los niños estaban en un proceso creativo, dejando fluir lo que sienten.
¿El arte no es saber sino sentir? Dejó fluir su pincel y se movía como una patinadora en el hielo o un trocito de mantequilla resbalándose en la sartén, tanto así que se había olvidado de que iba por María.
Manos arriba y vamos a ver lo que tienen, dijo Daniel, el director de Ojo al Sancocho: la escuela de cine comunitario y festival que lleva desarrollándose en este espacio por más de 10 años. El miedo recobraba el cuerpo de Matías cuando el entusiasmo era lo que recorría el de Daniel al ver los resultados: “¡que chimbaaa!” gritó, “muy bien Mati, está la berraquera, esto es lo que necesitamos, que nos narremos!”
El ser escuchado es una condición de ciudadanía que para algunos ya ni siquiera hacía parte del panorama, algo sin importancia, más aún siendo niños cuando se subestiman de sobremanera sin ser reconocidos por su sensibilidad, tanto así que Matías se juzgaba a sí mismo y a sus dibujos pasados, ¿liberado? Aún no sabía bien cómo se había sentido.
Los nuevos integrantes caen de perlas porque en un mes se viene el festival de Ojo al Sancocho donde la comunidad y el colegio iban a inaugurar el primer cine comunitario de la localidad, la tenían que sacar del estadio, pero primero Matías tenía que conocer a sus compañeras de ideas y guión.
María mocos Pérez y María gritona Chávez, no se lo podía creer, todo no podía ser tan bueno, pensó en su momento. Lo que se venía para Mati era una prueba de oro: trabajar en comunidad era entenderse desde la diversidad, los consensos y el respeto, pues todos tenían un mismo objetivo, el cual no era solo una película.
Se reunían para pensar su nueva obra y aunque ellos no lo pensaran así estaban resignificándose y a su barrio, en su película no eran los de la montaña, eran el pueblo, aquellos que nominaban berracos, donde estaba la lucha diaria por lo que deberían tener.
María Pérez ya no era mocos, sino una excelente compañera que desarrollaba nuestras ideas y María Chávez ya no era gritona, sino aquella que siempre nos guiaba y organizaba. Eran ahora las amigas de Matías, logró entender que no eran diferentes, sino que estaban por un sentimiento, un grupo, un colegio, un barrio, una pasión: crear, transformar.
Afuera se sentía agitado como los bazares de diciembre, muchas personas hablando, música sonando, camiones grandes y un megáfono: se estaban ajustando las últimas láminas del Potocine, el cine de Potosí.
Daniel, el líder de Ojo al Sancocho, quería demostrar que la autoconstrucción del cine no se quedaba allí, era una metáfora: representaba como muchas personas podían juntarse y organizarse, intercambiar conocimientos para lograr concebir un bien común, algo para todos, para el que lo necesite y esta metáfora no solo aplicaba para el cine, sino para la vida.
Y es que todos los niños corriendo, jugando y los adultos riendo, tomándose una aromática con una ruana puesta ante el frío que no perdona en la montaña era resultado de esta unión.
La fría cancha de cemento, la música, aterciopelados, punk con sus guitarras y gritos a no poder más, seguido de que Jorge Velosa preguntará por la cucharita que se le había perdido. Era el festival nocturno y solo significaba una cosa y todo el barrio lo sabía: la gran inauguración será mañana.
Es el gran día en el que Matías y no solo él sino el barrio entero había cumplido uno de sus objetivos, no eran las películas del estreno, sino cada saludo, cada foto, cada dibujo, ver en una película la memoria del barrio, los sueños y luchas de cada uno, haberse sentido en la libertad de poder coger una cámara y no seguir parámetros estéticos o de sentido.
No necesitaban que los entendieran todos o la gran industria cinematográfica, sino ellos mismos, el barrio o tantos barrios que viven similar y no tienen que buscar esas historias que “nadie ha contado” porque ellos, como el barrio Potosí, estaban llenos de ellas.
“No me creo como nos unimos tantas personas de todo el país, cómo estamos conectados por algo que no se ve, algo que muchas veces está por fuera del entendimiento de algunos: el amor, es un ejemplo grande para todos los niños porque así sabemos que no es imposible construir el sueño que uno quiere, ahora es posible sentirse con poder para cambiar cosas”. Dijo Matías.