Por: Javier Correa Correa. jcorreac@ucentral.edu.co
Docente Comunicación Social y Periodismo
La mamá cómplice le ayudó al niño de cuatro años de edad a sembrar una plantica que al crecer adornaría sus ramas con claveles. Acomodaron la tierra en una maceta de barro y en un hueco tímido introdujeron la semilla que sabía de lo que era capaz.
Llenaban a la mitad una jarrita con agua para alimentar la tierra que como si recibiera lluvia esparcía un delicioso aroma de petricor y de la que al cuarto día brotó una vara diminuta de color verde, prometedora de alegrías.
– Mama, gritó el niño en árabe, asombrado y feliz.
Con la sabiduría acumulada en sus veintitrés años de edad, Aisha1 intuyó de qué se trataba, pero disimuló para que él le diera la buena nueva. Corrió hasta el pequeño rincón junto a la ventana por la que entraba la brisa proveniente del mar Mediterráneo, y donde los rayos cómplices del sol se encargaban de calentar la superficie que el niño de ojos grandotes observaba casi con estupor, pese a que le habían explicado mil veces lo que iba a suceder.
A la hora del almuerzo tuvieron que acomodar la mesa del comedor para que desde su puesto privilegiado Khalid2, el niño, pudiera observar el milagro.
A la siguiente mañana, se despertó más temprano y Omar3, el papá, lo encontró sentado en el piso, junto a la maceta. Le llevó una pequeña regla en la cual marcar el proceso con unas líneas de colores que se alternaban y terminarían formando un arcoíris todo bonito.
A medida que el clavel escalaba el aire, Aisha supo que otro milagro ocurría, esta vez dentro de su cuerpo. Aguardó a tener la certeza antes de contarle a Omar y a Khalid, y cuando lo hizo fue cerca de la maceta, donde la plantica sonrió. Es verdad, eso pasa, cualquiera que tenga menos de cinco años de edad puede dar fe de ello.
El tallo verde se alargaba sin prisa, y el vientre de la mamá se inflaba con orgullo. Por fortuna, las ʿabāyahs 4 son amplias y sobrevivían las del embarazo de Khalid, guardadas en un armario con sus alegres bordados azules, verdes, rojos, blancos. Eso de caminar y subir los tres pisos desde la calle hasta el apartamento se empezó a dificultar un poco, pero nada tenía tanta importancia, de modo que ella bajaba por las mañanas para llevar al primogénito hasta la escuela Fahmi Al Jarawi, regresar a arreglar todo, volver a salir al mediodía para recogerlo, subir de nuevo para almorzar con Omar, quien llegaba con sueños renovados y en la tarde debía regresar a su trabajo en la fábrica de muebles, donde su cuerpo y sus ropas recogían los aromas de todas las variedades de madera, de los que él prefería el del olivo.
Habían transcurrido ya cuatro meses desde cuando Aisha y Omar supieron que otro niño llegaría a acompañar a Khalid, quien debería ansioso esperar el momento de ir al parque a jugar con el hermanito que todavía no tenía nombre.
El sol calentaba las playas e iluminaba la ciudad, cuando cayeron las primeras bombas disparadas con precisión milimétrica. No eran las primeras en setenta y cinco años ni serían las últimas.
El bebé en el vientre se asustó con las explosiones y comenzó a dar eso que llaman pataditas como pidiendo permiso para nacer antes de que fuera demasiado tarde. El clavel todavía sin flores se sacudió de un lado a otro, empujado por el aire sorprendido que entraba por la ventana.
Una noche recibieron de los agresores la orden de desalojar el edificio antes de nuevos bombardeos. No alcanzaron a empacar casi nada, aunque Aisha se aseguró de recoger la muf-tāh5 heredada de sus abuelos, y en el último momento el niño se soltó de la mano de la mamá para rescatar la maceta con el clavel irisado. Cuando el sol reapareció, la construcción había quedado reducida a un montón de escombros olorosos a cemento de nuevo pulverizado, a polvo y pólvora, a muebles convertidos en nada. La cama del niño fue uno de esos muebles, así como la cuna que habían empezado a decorar para recibir al bebé. Aisha solo pudo conservar la ʿabāyah que cubría su cuerpo, y dos mudas de Khalid. La ropa de Omar desapareció, de todas formas ya nadie la necesitaría, pues esa tarde un proyectil hizo blanco en la carpintería y convirtió en mártires a los siete hombres que pretendían trabajar sin concentración alguna y no se percataron del misil que lento descendía del cielo, como con pereza. Se profundizó la desgracia.
Sentada en el trozo de lo que fuera una pared, Aisha aguardó con Khalid en un abrazo ininterrumpido, hasta cuando el sol cedió el paso a la luna. Un vecino bañado en sudor y tierra llegó y desde cuando ella lo vio a cincuenta y tres metros y medio de distancia, entre los escombros, supo la noticia que le traía. La mujer alzó los brazos al cielo y el niño también entendió. Sus miradas se cruzaron en el momento en el que supieron que se habían convertido en viuda y huérfano.
Lo que no supieron fue qué hacer ni en ese momento ni después. Una ambulancia de la Media Luna Roja se acercó y una enfermera de nombre Fidda6 descendió para preguntarle a Aisha si necesitaba algo. Ambas mujeres sintieron que por sus mejillas rodaban lágrimas de mamás.
La madre y el niño de cuatro años fueron recogidos y llevados a uno de los primeros centros de refugiados y de allí a otro y de allí a otro y de allí a otro hasta que empujados llegaron a la frontera con Egipto, donde soldados que se reclamaban valientes impedían el paso de quienes buscaban, al menos, sobrevivir.
Los agresores habían seguido dando órdenes de desalojo para bombardear lo que antes eran poblados con poetas, músicos, oficinistas, obreros, comerciantes, pescadores.
Aisha sí alcanzó a ver la estela que trazaba en la noche oscura el proyectil lanzado desde un dron. Abrazó a su pequeño Khalid, le dio un beso y se despidió de él. Lo protegió con su cuerpo en el que el bebé no tuvo tiempo de dar más pataditas.
Khalid asomaba un brazo bajo el cuerpo inmóvil de Aisha cuando fue descubierto por la misma enfermera que los había atendido la primera vez. Pidió ayuda a un camillero y a un médico para rescatar al niño, quien seguía aferrando la maceta con la plantica de clavel.
Fidda encontró también la muf-tāh en la mano de Aisha y la guardó para entregársela después al niño que en mutismo total fue conducido a un hospital donde los médicos diagnosticaron que tenía el cuerpo ileso. El cuerpo.
Khalid cumplió cinco años rodeado de huérfanos como él, que tampoco entendían lo que seguía pasando. Algunos gritaban y otros se petrificaban y de sus bocas no salían voces que se devolvían a las almas.
Lo primero y lo último que Khalid veía cada mañana y cada noche desde la colchoneta donde el sonido de las explosiones no lo dejaba dormir era la planta que seguía creciendo y empezó a desplegar ramas, por lo que la maceta se quedaba pequeña.
Una tarde, después de otro bombardeo, el niño salió a caminar entre los escombros, donde encontró un recipiente más grande para trasplantar el clavel que siguió optimista.
No se supo cuánto tiempo había pasado, pero Fidda llegó un día y les dijo a los niños provenientes del norte que podrían regresar.
– Pero a dónde –le preguntó Khalid.
– Yo también vengo del norte de la Franja y caminaremos juntos.
– Pero a dónde –repitió el niño.
Marcharon, a veces por las playas dolidas y a veces por entre escombros. Fidda también había quedado sola. Sola. Se aferró a Khalid como él a ella y sobre otra colchoneta empolvada trataban de dormir abrazados.
Un misil disparado con sevicia cayó a tres metros y cuarenta centímetros de donde estaban. Alcanzaron el Barzaj, donde esperarían la resurrección. Ella fue recibida por su familia y a Khalid pudieron volver a acariciarlo Aisha, Omar y un hermanito que no conocía pero que reconoció.
La fuerza de la explosión levantó la maceta y un viento portentoso la guio a un foramen que había dejado otra bomba. Allí, junto a la muf-tāh, echó raíces y hoy, varios años después, es el centro de un jardín donde otros niños y niñas y padres y madres caminan con las frentes en alto.
Viva, en árabe.
2 Eterno, en árabe.
3 Larga vida, en árabe.
4 Túnica, en árabe.
5 Llave, en árabe.
6 Rescate, redención, en árabe.

Tomada de: Unicef
Bogotá, 9 de junio de 2025
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