Inicié mi camino hacia el Chorro de Quevedo en la 19 con cuarta a eso de las 8:00 PM. Con los andenes atestados de universitarios, comerciantes y ejecutivos, empecé a subir a una de las plazas más importantes de la capital. Fue realmente grato para mí poder ver que en cada cuadra que subía, cada lugar que encontraba, tenía un aire característico. Notaba diversidad en cada uno de los sitios que iba pasando, pero lo que iba a encontrar más arriba, en el corazón del Chorro de Quevedo, justo en el famoso Callejón de las Brujas, sinceramente no lo esperaba.
Entre los grupos de gente sentados alrededor de la fuente del Chorro de Quevedo (esto debido a que el centro de la plaza está en una aparente remodelación) no noté cosa distinta a lo que acostumbro a ver cuando subo: alcohol, uno que otro cigarrillo, y una guitarra, dentro de una especie de ritual de fin de semana que no tiene otro objetivo que un par de carcajadas y en el peor de los casos la embriaguez total.
Durante aproximadamente una hora, sentado en una banca en el Callejón de las Brujas, esperé el momento justo para entrar al Bolón de Verde. En la puerta del lugar, un joven de unos 24 años encargado de informar acerca del show que se lleva a cabo y los precios del lugar; para un sitio ubicado en tan importante zona, no era mucha la seguridad ni el protocolo que se llevaba a cabo. Bastaba mirar hacia la derecha para ver el famoso bar-restaurante “Gato Negro” para encontrar el contraste tan enorme. Mientras en El Bolón había un absoluto silencio, a su lado sonaba a todo volumen música popular, y se veían las mesas llenas de gente riendo, pasando el rato con sus amigos o sus parejas.
Más o menos, a las 9:10 PM, decidí entrar a El Bolón, donde el joven de la puerta me indicó que había un cover de 14 mil pesos consumible (equivalente a 2 cervezas) y que habría una sesión de Latin Jazz a las 9:30 o 10:00 de la noche, dependiendo la llegada de los músicos y también la cantidad acostumbrada de gente que va a escuchar jazz un viernes en la noche.
Cruzando la puerta principal del sitio me encontré con una pequeña sala que conducía a la verdadera entrada del sitio. Lo primero que se puede ver al entrar al lugar fue una casa antigua; casa que no ha sido tocada hace muchos años, teniendo en cuenta la ubicación de la misma, y que el propietario no tiene intención de modificar. Caminé lentamente por el lugar y sentí un ambiente bohemio, que pensé que solo podía encontrar regresando décadas en la Bogotá antigua.
A mi izquierda se encontraba un set de batería acústica muy simple, nada ostentoso, con un cuaderno grueso encima que parecía contener partituras. También me encontré con un par de tambores color madera, un amplificador de poco alcance, y unas escaleras de madera que daban al segundo piso. Por otro lado, a mi derecha me topé con un cuadro enorme pintado, de un saxofonista de jazz; una cocina humilde con un par de ollas y sartenes que quedaban a la vista de todos los visitantes del sitio y muchas plantas que atravesaban prácticamente todo el sitio.
En el segundo piso del lugar, encontré un sofá, un par de pinturas, y muchas plantas, que me indicaba que nunca se hace uso de esta parte del sitio. Que me sugieren que es el lugar donde el propietario pasa un par de horas de su día lejos del movimiento del centro de Bogotá y de su propio establecimiento.
Al regresar al primer piso observé que llegaron varias personas, bogotanos y extranjeros entraban y salían del lugar, unos aguardando al momento del espectáculo y otros, simplemente recorriendo un sitio que Bogotá albergó y que a pesar de las dificultades no ha caído en el total olvido.
A las 10 PM llegaron los músicos…todos con una apariencia bastante tranquila pero expectante. Cada uno se dispuso a preparar su instrumento y fue en cuestión de minutos, que sentí la armonía del músico con su mejor amigo. Talento y estilo brotaba de sus venas, improvisaciones que duraban minutos decoraban tan pequeño lugar, en tan olvidado rincón, de una ciudad que poco piensa en sus hijos pasionales. Lo que muchos no saben es que cada uno de estos personajes entrega el producto de lo que mejor sabe hacer por amor a lo que hace y por supuesto, por brindarle un momento único a los visitantes de este particular sitio. Entre aplausos de aproximadamente unas 20 personas, cada quien se tomó su merecido descanso y volvió a su posición de hijo, de hermano, de amigo.
Conocí a Andrea Jaramillo, una mujer de 35 años que encontré en la barra del sitio y que amablemente charló conmigo; que se le notaba en su mirada que el jazz hacía parte de ella más allá del hecho de tomar una cerveza un viernes a las 11 en un bar. “El jazz inspira muchas emociones para salirse un poco de la rutina”, esta fue su respuesta al hablar acerca de su gusto por venir al Bolón. Y es que, para ella y quizá para muchos jazzistas bogotanos, El Bolón de Verde es una institución, un parte de autoridad cuando hablamos de tocar jazz en la capital. Por otro lado, es el sitio donde se reúnen como amigos desde el que viene hace 10 años al Chorro de Quevedo, como a ese sujeto aventurero que va con su instrumento a compartir la música con el otro. Para mi sorpresa, Andrea tomó su cerveza y posteriormente se dirigió a los tambores madera que vi al entrar al Bolón, para unirse a la interpretación.
Juan Camilo Anzola, también de 35 años, a quien vi lleno de sonrisas y de gestos al tocar la batería minutos antes, lleva más de 10 años junto al jazz, y desde entonces no lo deja. Confesó que inició con el Rock, hasta que a su casa empezaron a llegar las primeras composiciones de Jazz; él afirma que las cosas son quienes nos eligen, llamando al Jazz una ‘Oración de la música’, donde la creatividad está a la orden del día. Juan Camilo agradece a El Bolón de Verde, por las contribuciones que ha tenido en su vida profesional, donde agradece a sus amigos de la infancia por las experiencias que allí ha vivido, con la música que, según él, le llena de alegría el corazón.
Mientras me llenaba de paz y de nostalgia al ver una linda interpretación de “Just Friends” de John Coltrane (pieza icónica del jazz), fije mi atención en el contrabajista, el músico que pasaba más desapercibido entre todos. Vi algo que quizá no encuentro en otro lugar, un apego y un respeto notable por su instrumento y sobre todo por este sitio tan especial. Me dirigí a él cuando logré verlo en la barra del Bolón, fuera de su personificación y de su ritual musical, y resulté hablando con el propietario del lugar donde la magia sucede. Para Manuel, El Bolón nace en 2007 por gusto propio, por vocación entre quienes decidieron levantar este lugar, y también por una necesidad económica importante. Las baldosas siguen igual, las plantas siguen creciendo, la música sigue sonando, y así lleva 10 años sin necesidad de que el jazz esté en lo más alto de la popularidad.
Manuel cree que la escena del jazz es creída como una moda pasada, pero es una moda que aún no pasa. Para él, el género es un símbolo del vintage, un símbolo de un género que vio sus años dorados hace casi cien años y que ha caminado junto a los demás géneros de la misma forma todos estos años. Cree que verdaderamente el cambio se ha dado con la llegada del internet y de diversas herramientas que han ayudado a conectar, pero que el jazz está en un estado saludable a pesar de que a nivel comercial solo diga “presente” en Jazz Al Parque.
Pasé el resto de la noche sentado en la misma butaca que cuando entré, pues en un lugar mágico como el Bolón, la comodidad está en los oídos y en la tranquilidad de pasar mi tiempo con melodías ejecutadas con todo el cariño posible. Entre saludos educados, caras amables y un panorama lejano a la realidad de la rumba y los bares en Bogotá, pude disfrutar una noche de viernes en el centro de Bogotá.
Al salir de El Bolón de Verde luego de la medianoche, me invadió la tranquilidad a pesar de tener que bajar las oscuras calles del Chorro de Quevedo. No pude evitar pensar en las palabras sensatas de Juan Carlos Castillo, un señor de 42 años que se animó a unirse con su guitarra y con quien tuve una breve charla posteriormente. “Si la escena crece o no crece…”, realmente el jazz y El Bolón de Verde no necesitan la aprobación del mercado, tampoco buscan la fama, hacen las cosas porque les gusta, la retribución seguramente ya ha llegado en otras formas o algún día llegará.
Lo que queda claro es que la música late en ese lugar, el jazz mueve cada parte de las personas que asisten a escuchar música sin importar si es improvisada. Si lo que se quiere es vivir uno de los géneros más lindos, allí está el pequeño Bolón de Verde con una butaca vacía esperando el próximo afortunado con oído y corazón abierto al jazz capitalino.
Por: Felipe Torres Mojica y Andrés Felipe Corredor