Por Javier Correa Correa
“Los indígenas tradujeron el artículo 11 de la Constitución: ‘Nadie podrá llevar por encima de su corazón a nadie ni hacerle mal en su persona aunque piense y diga diferente’. Si nos aprendemos este artículo, salvamos en país”, dijo Jaime Garzón, asesinado por extremistas de derecha hace un cuarto de siglo.
Transcurría el año 1999, en el mes de agosto. Un abogado, periodista, humorista, con su risa imperfecta (le importaba un bledo) recorría las calles de Bogotá, cuando fue alcanzado por dos hombres en moto, uno de los cuales disparó ráfagas de muerte que privaron a Colombia de alguien comprometido con la paz.
Una historia más, que se suma a las de miles de personas comprometidas con la paz que han sido asesinadas. Hay personas conocidas, y hay personas anónimas, conocidas apenas por sus dolientes también anónimos.
Los asesinos, en la mayoría de los casos, permanecen también en el anonimato. Aunque se sepa o se presuma quiénes son.
Jaime Garzón era un símbolo de la incontenible rabia de quienes no aceptan la injusticia. Los que defienden la injusticia, los que crean la injusticia, lo mataron.
Un tipo con la voz ronqueta asumió públicamente la autoría del crimen. Carlos Castaño, dicen que se llamaba. La investigación, adelantada por organismos “de seguridad” del Estado, no avanzó.
Autor material y determinador de miles y miles de crímenes, torturas, violaciones, desplazamientos forzados, masacres, un crimen más no importaba, y protegía al patrón que le daba las órdenes del “trabajo sucio”, como eufemísticamente se nombra a la violación de los derechos humanos. Siempre hay eufemismos, como por ejemplo “falso positivo” en lugar de asesinato o masacre.
Castaño “se esfumó” de un día para otro, pero no porque le hubiera sido aplicada su fórmula de asesinar y desaparecer, sino porque al supuestamente haber dejado de existir, no podría ser juzgado. Su esposa también huyó, en una aeronave de la Presidencia de la República de la época. Tampoco se sabe a dónde fue llevada.
El caso es que el asesinato de Jaime Garzón, desde hace veinticinco años, permanece impune.
El país se escandalizó y otras miles y miles de personas marcharon por las calles adoloridas.
En una de esas calles fue erigido un monumento con uno de los personajes de Jaime Garzón, el embolador que hacía entrevistas agudas a personas (no personajes) de la vida nacional, con preguntas fuertes y comentarios sarcásticos.
Imitaba a políticos de todas las clases, se disfrazaba de periodista y de portero de un edificio, y todavía se conservan muchos videos de sus programas de televisión. Pero esos videos son ya parte del pasado. Y Jaime Garzón, de la historia. El mejor homenaje, ahora que tantos se conduelen, será concretar la paz que Jaime Garzón soñó y contribuyó a construir. Para que un periodista, sin saber que el micrófono sigue prendido, no vuelva a decir algún día, como lo hizo un comunicador en un noticiero de televisión: “país de mierda”.
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