José Fernández es ecuatoriano, tiene 27 años y nació en Quito, en una familia de clase media. El 24 de mayo del 2022 cruzó la frontera sur de Estados Unidos para pedir asilo. Tuvo que abandonar Ecuador y dejar atrás a sus padres y a su hija pequeña porque su vida corría peligro, una banda dedicada al gota a gota lo había amenazado de muerte en varias ocasiones. Ahora vive en un pueblo de Colorado y está esperando a que le asignen una audiencia en la corte para aclarar su situación migratoria.
Por: Gabriela Velasco Piñeros
En 2022, más de 2,7 millones de personas emigraron a Estados Unidos de manera ilegal a través de la frontera sur con México, o por lo menos, esa es la cifra de las personas detenidas por la policía fronteriza. José y su hermana hacen parte de las estadísticas.
Hace unos años, la madre de José era dueña de una empresa pequeña en el centro de Quito, se dedicaban a la producción de tarjetas con mensajes, de esas que solo aparecen una vez al año en navidad. En el pasaje comercial donde estaba el local, o en la galería, como lo llaman ellos, había unas personas que prestaban el servicio de vigilancia. En realidad, estas personas no hacían parte de ninguna empresa establecida legalmente, solo era una fachada tras la que se ocultaba una banda criminal que se dedicaba al gota a gota. Durante un tiempo, cuenta José, la banda prestaba el servicio, les cobraban una pequeña suma a la semana a los dueños de los locales y nadie estaba siendo extorsionado.
Cuando José se enteró de que sería padre, decidió entrar en el negocio familiar para poder sostener económicamente a su hija. Durante un par de años, José se encargó de llevar las tarjetas ya listas del taller (que quedaba cerca) al local unas tres veces a la semana. Desempeñando esa labor, los miembros de la banda empezaron a notar la presencia de José en la galería. Primero lo empujaban y le buscaban pelea, pero él es una persona tranquila y prefirió ignorarlos, pero pronto, llegaron papeles con amenazas de muerte escritas a mano. Estaban dirigidas a su madre: si no pagaba el monto que se le exigía, acabarían con la vida de sus hijos. Incluso, uno de esos papeles llegó con una bala en su interior.
En septiembre del 2021, mientras caminaba por la calle, un miembro de la banda vio a José y lo atacó por la espalda. José se defendió y los dos hombres se agarraron a golpes. Después del altercado, José, con la nariz y el labio reventado, y su hermana fueron a una comisaría a denunciar la agresión física y las amenazas de muerte. Pocos días después, la madre de José recibió amenazas contra sus hijos de nuevo.
Pasaron los meses y José veía que la investigación en la comisaría no avanzaba, les preguntaba a los policías sobre su caso y siempre lo mandaban a hablar con un superior que nunca estaba. Por esos días, su hermana y su madre fueron a un spa de una conocida. Ella les contó que tenía un sobrino político que ya había cruzado la frontera de México y Estados Unidos y todavía tenía el contacto de los coyotes. Sin dudarlo, José y su hermana llamaron a ese contacto. El coyote les pidió 6000 dólares por persona para cruzarlos, se suponía que dentro del valor ya estaba incluido los pasajes de avión, los hoteles y los buses hasta Mexicali.
Con el corazón roto por tener que despedirse de sus padres y su hija; José se marchó de Perú, su destino era Ciudad de México. En el aeropuerto de México, el coyote envió a un hombre a que les entregaran unos chips de telefonía para que se mantuvieran en contacto. Los tres duraron dos días en Ciudad de México esperando a que les mandaran los tiquetes de vuelo hacia Culiacán.
Luego, cuando llegaron a Culiacán, unos oficiales les quitaron los pasaportes y los interrogaron. José les dijo a los oficiales que eran turistas y que tenían la intención de visitar Hermosillo, sin embargo, poco le creyeron. Los presionaron durante varios minutos para que dijeran la verdad, pero José se mantuvo firme en su posición de turista. Al final, los oficiales se dieron por vencidos, les regresaron los pasaportes y los dejaron ir. De allí partieron a la terminal de buses. El viaje de Culiacán a Mexicali dura un día por tierra. La verdad es que el recorrido hasta la frontera es peligroso, amistades de la hermana de José le habían dicho que era normal que secuestraran gente y violaran a las mujeres. José y su hermana durmieron poco, la angustia no les permitía descansar.
Minutos antes de llegar a Mexicali pasaron por un retén de supuestos policías. Estos pidieron los documentos de las personas que iban en el bus y les ordenaron a los extranjeros bajarse del vehículo, eran más o menos unas veinte personas. Los policías los empezaron a chantajear, sabían que todos querían cruzar la frontera y si no les daban dinero los iban a dejar abandonados en medio del desierto. A José ya le quedaba poco dinero después de pagar estadías y viajes por tierra, no tuvo más remedio que darles el dinero que tenían. A los policías no les gustó para nada, pero les permitieron subirse de nuevo al bus.
Ya en Mexicali, a las 11 de la mañana llegó una camioneta por ellos. Los llevaron a una casa a quince minutos de Mexicali. Le dicen el refugio, allí esperan los migrantes a que lleguen los coyotes para llevarlos a la frontera. Esta era una casa vieja y muy sucia, menos mal que José y su hermana sólo tuvieron que estar unas horas allí. Ya por la tarde, llegaron los coyotes en otra camioneta y les dijeron que debían cruzar sin maletas, a lo mucho con una muda, ya que tenían que pasar por un riachuelo.
En camionetas, llevaron a varios migrantes hasta el riachuelo, que en realidad es el río Colorado. El agua no les llegaba a los tobillos como les habían dicho, llegaba hasta la cintura o más arriba. Todos tenían que cruzar el río y luego correr para llegar al muro de la frontera. La hermana de José cruzó con algo de dificultad, pero él se quedó varios minutos ayudando a la gente, evitando que se los llevara la corriente. Cuando ya se estaba oscureciendo y la mayoría de las personas ya habían cruzado, la hermana de José le rogó que continuaran su camino.
Ya del otro lado del muro, esperaron a que la policía fronteriza llegará por ellos. A las 12:30 de la noche, una camioneta recogió al primer grupo. Separaron a hombres y mujeres y niños. A las 3:30 de la madrugada, tomaron los datos de José y lo subieron en un carro para llevarlo junto a ocho migrantes hombres a un centro de detención. En el centro le dieron una bolsa ziploc para guardar las pertenencias, como la billetera y el pasaporte. Más tarde, los hicieron pasar por grupos a una oficina para tomarles las huellas dactilares y preguntarles si habían cometido algún delito en el pasado o si consumían drogas. José jamás había hecho alguna de estas cosas. Por último, los llevaron a unos cuartos parecidos a los de una cárcel, donde José viviría durante los siguientes nueve días. Solo pudo bañarse dos veces durante ese tiempo y tuvo que dormir en una colchoneta cerca al inodoro comunitario.
Al décimo día, José cumplió su castigo por entrar ilegalmente, lo llevarían a un refugio para migrantes en Phoenix, Arizona y luego lo dejarían ir. Le recalcaron un par de veces que no fuera a cometer ningún error y que siempre respetara las leyes, si no, podía ser reportando muy pronto. Por último, le dieron un celular para que el día 15 de cada mes, reportara su ubicación por medio de una app.
Cuando conocí esta historia, recordé a toda esa gente que se quiere ir de Colombia pensando equivocadamente que aquí vivimos en un basurero y me pregunto que tanto quisieran irse cuando conozcan testimonios como este porque se les hace muy fácil cruzar la frontera, estar dos días en la cárcel y listo, ya son ciudadanos americanos. Necesitan despertar de ese sueño.