Por Gabriela Velasco
“A dancer dies twice ―once when they stop dancing, and this first death is more painful”
Martha Graham
Llevo varios minutos revoloteando como un colibrí por la casa. No me puedo quedar ni dos minutos
quieta frente al computador. El celular me llama telepáticamente, no me puedo perder ni una sola
historia de mi Instagram. Pienso que comencé bien el artículo e inmediatamente me preocupo por
mantenerlo en ese nivel. Entonces la pantalla negra llama mi atención, la agarro, salto a la cama y
abro las redes sociales. Lo único que veo son seflies, videos sacando la lengua y re-posts. Vuelvo al
texto, mi mente va a mil y las oleadas de palabras suben y bajan como la marea. Y de repente frena
en seco. Qué aburrido es hacer esto.
Es irónico que cuando una actividad se convierte en una tarea se vuelve tediosa. Desde la
adolescencia estaba consciente y tenía la voluntad de volver un trabajo mi pasatiempo, pero desde
que empecé la universidad, mi volumen de escritura se ha reducido considerablemente. Ahora
muchas personas esperan algo de mis textos, hay un estándar de calidad y con el paso de estos
pocos años me he dado cuenta de que estoy lejos de llegar allí. Fue como chocarme con una puerta
de vidrio sin ninguna señalización. Como dependo de una nota o una crítica, la escritura va de la
mano con un factor de ansiedad que se manifiesta en la procrastinación.
La procrastinación está en la parte visible del Iceberg de la ansiedad. Cuando puedo elegir hago
decenas de cosas que no tengan que ver con tener un libro en la mano o las yemas de los dedos
tocando las teclas del computador, por la sencilla razón de que escribir pasó de ser una actividad
totalmente placentera a un momento donde tengo que batallar constantemente contra sensaciones
desagradables y mi cerebro se empeña en maniobrar para esquivarlas como si se le estuviera
incendiando un motor.
Hace unos meses, dejé de lado la ansiedad y tuve la iniciativa propia de iniciar un proyecto. Duré
semanas investigando y planeando, escribiendo notas en papelitos y en hojas de Word. Cuando por
fin encontré el impulso para empezar, me senté y escribí cuatro páginas en dos semanas. Entonces,
un pensamiento se fijó en mi mente: ese texto era una ridiculez. Y no, no era que estuviera mal
escrito y borrando párrafos se iba a arreglar.
Lo había condenado al abandono por ser una idea
tonta, infantil, para nada seria; según lo que nos han dicho sobre qué debe escribir un escritor de
verdad. Pasé mucho tiempo esperando a que un tema me escogiera a mí, como dijo Sábato, y
cuando un tema llamó a mi puerta lo rechacé porque no yo no iba a ser suficiente para él y él no iba
a ser suficiente para los demás. De inmediato volví a mi neblina mental, empeorada por la
cuarentena.
Lo que se supone que debería ser mi razón de vivir se ha convertido en mi más grande problema. Ya
no escribo porque la pantalla en blanco solo me muestra mi reflejo, unos ojos verdes ojerosos que
prefiero no ver y huyo de ellos todo el tiempo porque he descubierto que la escritura me obliga a
enfrentarme a mí misma.
Muchos dirán con orgullo que escriben para conocerse como individuos
mientras observan el mundo con ínfulas de héroes sin capa y después de todos ellos estoy yo, cada
vez más encerrada en una burbuja porque no solo me han prohibido el mundo, sino que también
dejó de ser una ilusión para convertirse en una pesadilla lúcida que dejaría al descubierto mis
susurros que gritan demasiado alto.
Marguerite Duras decía que: “Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un
sinsentido. Escribir es también no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que
descansa, con frecuencia, escucha mucho.” Estoy huyendo de mí, me da pavor quedarme a solas
con el silencio, con la introspección de la escritura. Si fuera físicamente posible le presentaría los
papeles de divorcio y aun así ella estaría observando cada palabra, cada movimiento que haga, cada
respiración que tome. Se reiría de mi al ver que no sé hacer otro oficio.
¿Estaré viviendo mi primera muerte? No puedo precipitarme a negarlo, ni a aceptarlo. Todavía está
viva en mí la imagen de una niña que es feliz escribiendo historias de amor. Todavía tengo la
esperanza de que algún día una persona va a leer mi libro y el corazón le va a bailar en el pecho por
todo lo que logró sentir al leerme.
No me importan los premios, mientras que no pueda encontrarle
un sentido a todo este asunto, saber cómo deberle mi escritura al público y no a los críticos. Como
dice Marguerite Duras: “Escribir a pesar de todo pese a la desesperación. No: con la desesperación.”
Aunque para eso primero tengo que aceptar el reflejo de la mujer con cara larga y ganas de tirarse
por la ventana, aprender a bajarle el volumen a la hoja vacía que me reprocha porque no puedo
llegar a llenar tantas páginas como debería.
No sé qué más decir, o más bien, qué más puedo escoger decirles. Supongo que esto es todo por el
momento.
Artículo producto de ejercicios académicos. No es oficial de la Universidad y las afirmaciones u opiniones emitidas a través de ellos no representan necesariamente a la Institución.
Recuerden que pueden ampliar todo nuestro contenido en nuestras redes sociales Instagram, TikTok y Youtube, además de leer todos nuestros artículos en la página de Concéntrika Medios.