Hecho por: Maria Paula Landázuri Portilla / @mapi_blue

Una crónica narrada en la voz de una persona que estuvo internada en un hospital psiquiátrico por intentos de suicidio

“Flaca” eso fue lo que escucho Yiyo* durante su primaria y bachillerato, seguido por “fea” y otros adjetivos calificativos que se fueron guardando en su memoria y creando un complejo con su cuerpo, “yo no tenía nada especial, sentía que no estaba bien, no quería estar aquí”, me dijo.

Buscaba salidas, pero hablar de cómo se sentía le daba vergüenza “me daba ansiedad mirarme al espejo, me autolesionaba” Tenía cicatrices en las piernas y en las caderas, bien escondidas para que nadie las viera.

“Eso son tonterías, deje de pensar en eso” le dijo su mamá cuando ella le contó lo que sentía; minimizando ese sentimiento que llevaba días intentando exteriorizar “uno por dentro se está muriendo, sintiendo que le falta todo, uno no es capaz ni de levantarse”.

Esta ausencia de sentido se transformó en consumo de drogas, “lo que me daban yo recibía” una droga una tras otra, las fue probando, y cuando paraba llegaba la ansiedad, y el síndrome de abstinencia, todo en un ciclo autodestructivo que le quitaba la calma.

Se enfermaba de cualquier cosa, se inventaba las gripas, dejó de asistir al colegio, eso era mejor que escuchar todos los apodos e insultos. No obstante, esto no impidió que su rendimiento fuera excelente, era muy responsable, le tocaba, era lo que le habían exigido toda la vida en su casa, algo menos era inaceptable.

“yo era una niña, tenía 15 años” dijo luego de hablar de su primer noviazgo, en el que tuvo sexo por primera vez, “yo nunca lo quise, solo era el sentimiento de saber que alguien me quería” al terminar con ese noviazgo la internaron, sin embargo, las señales de que necesita ayuda venían desde mucho antes.

 

Fue realmente su tercer intento de suicidio lo que marcó un punto de quiebre, primero fueron las pastillas, nunca las suficientes para ocasionar daño, ni siquiera para un lavado.

Pensó en ahorcarse un domingo, su familia había ido de paseo, pero ella decició quedarse; ahí fue cuando, en el taller de carpintería de su papá, encontro una soga, minutos le faltaron para hacerlo, en menos de lo que esperaba escucho el ruido de los carros llegando y las voces tantas veces escuchadas, como pudo guardó todo y fingió normalidad como siempre.

La tercera ya no se pudo ignorar, se intentó tirar a un bus, con la suerte de que frenó antes, ella, que se había desmayado al momento del incidente, fue llevada a urgencias psicológicas y luego trasladada al Hospital Civil.

En los 3 días que estuvo allá sintió mucho miedo, sentía presión, y aunque su mamá estaba ahí, ella tenía ganas de irse, “yo decidí quedarme”, me dijo, mientras contaba que escuchó llegar a la ambulancia que la trasladó al Hospital San Rafael, dónde pasaría las siguientes 3 semanas.

“Había un olor como a muerte, como a desesperación” dijo ella al recordar su primera impresión del lugar, a continuación la desnudaron, bañaron y revisaron, no podía ingresar nada externo, le dieron una sudadera que le quedaba corta y que según recuerda no la abrigaba para nada.

Todo ahí tenía un horario, las horas de la comida y el tiempo que se estaba fuera y dentro de las habitaciones. Estaba vigilada permanentemente por una cámara en su cuarto, el baño sin puerta y la cama con almohadas y sábanas justas, la puerta cerrada y un timbre para llamar a la enfermera por si acaso.

A los 3 días la pasaron a “intermedios” una zona solo de mujeres, ella dormía con pastillas, pero a veces se le pasaba el efecto a mitad de la noche y escuchaba a una de sus compañeras esquizofrénicas gritar, no le quedaba más opción que esperar a que se hiciera de día.

Su nueva habitación daba al patio, más precisamente a un árbol, pero ella dormía mirando a la pared, ahí ya no tenía baño, le tocaba bañarse en turnos de a 3 en las duchas fuera de los cuartos.

“la gente no tenía el derecho de decirme, estas fea, estás flaca, come, haz esto, haz lo otro, no tenían el derecho porque era yo, era mi cuerpo”, afirma al recordar. Había un profundo sentimiento de culpa en ella, que se intensificaba al recordar a su papá llorar, sabía que él no se merecía eso y ella tampoco.

A la tercera semana salió, quedaban en su memoria las historias y las personas que conoció dentro, sentía que se había dado un descanso y ahora debía volver. “Eso fue como un abrazo que me hacía sentir tan acompañada”, dice mientras recuerda la reacción de su familia. 

«El tiempo no cura nada pero hace que el recuerdo sea más llevadero» asegura al pensar en todo lo que vivió, y me repite una y otra vez que sí se puede, que siempre se puede, ella se alegra de haber fracasado en sus intentos de suicidio “me faltaba tanta vida por vivir”.

Ahora está bien, está estable, estudia algo que le gusta y quiere entrar a la universidad pública, sabe que la depresión y la ansiedad no se van a ir del todo nunca, y aún así tiene esperanza, pues, en sus palabras “esta vida es un sube y baja”.

 

 *Fue el apodo que escogió la entrevistada para ser usado en lugar de su nombre propio

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