Por: Jacqueline Hernández Torres – Estudios Musicales, Universidad Central

Mi familia y yo llevábamos alrededor de un mes sin salir de casa debido a la pandemia. Escuchábamos noticias de amigos cercanos y familiares infectados por covid–19, algunos eran entubados, otros simplemente lo describían como un pequeño dolor de garganta o una gripe fuerte, pero otros ni siquiera tenían el privilegio de poder contar la historia, por fortuna, hoy puedo hacerlo.

El 17 de abril de 2021, decidimos salir con mi hija y mi esposo a un parque cercano en Chapinero. Al salir de casa, nos percatamos de la cantidad de personas que ya estaban manejando su vida como si nada hubiese pasado, había algunas restricciones sociales, pero nada como meses atrás, cuando te sentías un asesino si salías a la tienda de la esquina con una rinitis alérgica.

Las cosas habían mejorado para el resto del mundo, pero para nosotros empezó una pesadilla que solo terminaría meses después. Esa madrugada mi hija se despertó con fiebre de 40 grados; por supuesto nos preocupamos, pero como la mayoría de las personas pensábamos que no pasaría nada grave. Pasadas un par de horas empezó a empeorar, pero no había manifestaciones de infección respiratoria, parecía una gripe muy fuerte y decidimos manejarla en casa. Al día siguiente, mi esposo se despertó decaído y con un fuerte dolor de cabeza; yo estaba perfecta, nada me molestaba, y de hecho me sentí con mucha energía para cuidarlos. Llamamos a la EPS para reportar nuestra situación y decidieron enviar a unas personas para realizar la prueba PCR a domicilio, prueba que después, saldría negativa para todos.

Estábamos emocionados porque, bueno… No era covid. Mi esposo empezó a tomar azitromicina por consejo médico, mi hija tuvo una mejoría significativa, y fue mi turno. Recuerdo que fue un sábado, un día antes de eso grabé mi parcial de canto de segundo corte –por la pandemia, debíamos enviar un video de alguna canción de nuestro repertorio para ser evaluados y así lo hice–, aunque no me sentía del todo bien.

Un pequeño dolor en la cabeza se hacía presente lentamente. Tuve mi última clase de canto antes de enfermar, fue una de las mejores, me sentía muy cómoda y tranquila; al terminar, apareció una extraña sensación de ahogo, por supuesto solo pensé que era cansancio, me tomé un acetaminofén y me acosté a dormir. Al otro día abrí los ojos y sentí en la garganta como si tuviese atragantada una pelota de lija, estaba completamente deshidratada, no podía moverme del dolor en los huesos y la espalda.

Pasó el día, me era casi imposible comer o beber cualquier líquido, y cuando intentaba hacerlo, la comida se me quedaba por un momento en la faringe y bajaba lenta y dolorosamente. Como el covid había sido descartado, pensé “tengo paperas”, pero no se veía ninguna inflamación significativa, a simple vista parecía que todo estaba bien.

Al caer la tarde, tipo 2 pm ya me era más difícil respirar, así que llamé a papá –es farmaceuta, había tratado pacientes con covid meses atrás, así que acudí a él en lugar de ir a urgencias– Me recetó amoxicilina e ibuprofeno, los tomé durante siete días, pero solo empeoré, el medicamento no hizo ningún efecto en mi cuerpo, perdí el gusto, el olfato y surgió la tos. Era una tos seca que me ahogaba cada vez que aparecía y no paraba. Hice todos los remedios caseros que conocía para desinflamar el tracto vocal pero nada funcionó, no podía cantar, utilizar la voz me ahogaba; al respirar, sentía como si mis pulmones estuviesen llenos de polvo, como si dentro de mi tórax hubiese un cigarrillo encendido todo el tiempo, me ardía el pecho, me dolía toser, cantar era imposible, incluso hablar lo era.

Mi maestra vio mi estado de salud y decidió aplazar mi parcial final para poder recuperarme, habló con el comité académico para realizar el examen iniciando el segundo semestre de 2021 y así pasó. Seguí tomando las clases del resto de mis materias, virtualmente. Fui al medico y me recetaron azitromicina, la tomé por 7 días, y empecé a sentir mejoría. Poco a poco recuperé las fuerzas, pero mis pulmones no mejoraban, y apareció la taquicardia.

Pasó alrededor de un mes, mi cuerpo se había estabilizado, pero la tos, la fatiga por cualquier movimiento permanecía. Recuerdo que un domingo el sol iluminaba como pocas veces lo hace en el apartamento donde vivimos, yo preparaba una pasta con salsa boloñesa para el almuerzo, mi hija estaba jugando en la habitación, iba a visitarme a la cocina de vez en cuando, todo parecía estar bien –esa mañana me desperté animada. Mientras preparaba la comida, veía una película en el celular, se llamaba Infierno azul. Recuerdo estar muy entretenida mirándola, cuando de pronto sentí que mi cabeza abandonaba mi cuerpo, algo parecido a cuando estás en la cima de una montaña rusa en el pico más alto, y caes; a esto médicamente le llaman vértigo, la diferencia –en mi caso– es que esa sensación permaneció por mucho tiempo, y todo a mi alrededor empezó a dar vueltas.

Mi esposo se estaba bañando, mi hija se acercó a preguntarme algo, pero no pude responder, me agarré fuertemente de la mesa, luego de las paredes, y llegué como pude a la habitación, me senté en la cama y por un momento perdí la consciencia. Mi esposo salió del baño, entró a la habitación, me vio y trató de ayudarme, pero yo no lo veía, no lo sentía, tenía los ojos abiertos, pero no percibía nada a mi alrededor. Mi hija se sentó en su pequeña mesita a jugar, mientras mi esposo corría por un vaso con agua, me lo entregó en la mano, pero no sentía la textura del vidrio ni el frío del agua: no estaba ahí, no estaba presente.

En su preocupación, Esteban me tomó de las manos, me levantó los brazos y preguntaba angustiado “¿Qué te pasa? ¿Qué sientes?” No lo podía explicar, no me salían las palabras y se oscureció todo. Mi atención se centró en mi hija, veía su rostro y me preguntaba por su futuro, después de esto me vi en un hospital, acostada en una camilla que me llevaba rápidamente a una sala inmensa, veía las habitaciones del hospital y la luz de los bombillos en el techo.

Volví en mí, me temblaban las piernas, las manos, el cuerpo no me respondía, la cara me hormigueaba y empezaron a sonar voces en mi cabeza que decían “te vas a morir”; continué mirando fijamente a mi hija y me preguntaba “¿Quién va a educar y amar a Marguerite como yo lo he hecho? ¿Quién será capaz de cuidarla como yo lo hago? No puedo hacerle esto –me respondí con rabia– No me quiero morir, no me voy a morir, ¡no ahora!”.

Mi esposo me abrazó, yo seguía sin sentirlo, no percibía su calor, ni la textura de su ropa, de pronto, juntó su pecho con el mío y exclamó “Inhala/exhala”. Lo repitió unas siete veces y poco a poco sentí mejoría.

Después de esto, Esteban se puso de pie, sirvió la comida, tomé el tenedor, puse esa deliciosa pasta en mi boca y sentí nauseas, la dejé a un lado y me puse de pie, busqué una sudadera y camiseta en el armario y me cambié, le dije a mi esposo: “Tengo un presentimiento y prefiero estar lista por si algo pasa”.

Salí a la sala de mi casa, me senté en el piso con la esperanza de sentir un poco los rayos de sol en mi rostro, observé la planta de mis pies, estaba completamente amarilla al igual que toda mi piel. Mi esposo salió, cerró la puerta de la habitación donde Marguerite estaba viendo televisión, se agachó, colocó sus manos suave y tiernamente en mis hombros y exclamó: “cuéntame, ¿qué pasa?”. Le respondí con un grito “¡siento que me voy a morir! ¡me voy a morir!” y rompí en llanto. Esteban me abrazó nuevamente y dijo “Mírame a los ojos, no te me vayas. No te vas a morir. Vamos a orar”. No recuerdo cuánto tiempo pasó, solo sé que fue efectivo, mi mente se estabilizó, mi corazón se apaciguó, mi respiración volvió a la normalidad, yo volví a la normalidad.

Al día siguiente, me encontraba sentada en la sala de mi casa, muy concentrada redactando el trabajo de investigación –es algo así como un borrador de tesis, no sé cómo sea en otras carreras, pero en música, lo empezamos a organizar un semestre antes de terminar materias–. Llevaba semanas sin dormir por mi estado de salud; por tanto, esa madrugada también decidí aprovechar el tiempo en lugar de preocuparme y adelantar el proyecto. A eso de las 9 am, estaba muy concentrada en el trabajo y de repente empecé a sentir mis manos hormigueando, los brazos me dejaron de responder y se entumecieron, mi mano izquierda se cerraba sola y el corazón me empezó a latir como si quisiera salir de mi pecho; tuve un ataque de ansiedad. Mi clase comenzaba a las 11 am, por tanto, escribí un correo a mi maestro comentando la situación, excusando mi ausencia y explicándole que debía visitar un médico.

Efectivamente me dirigí al centro médico de Teusaquillo para solicitar una cita prioritaria. Por mi sintomatología fui atendida casi de inmediato. Entré al consultorio, me sentía mareada, sin oxígeno, el corazón me latía fuertemente, apareció un dolor punzante en el pecho que irradiaba hacia el lado izquierdo de mi brazo, percibía una taquicardia. Después de contarle mi historia de salud del último mes, el médico hizo un gesto para que me sentara en la camilla y dijo “sigue, por favor, vamos a revisarte”. Tomó el oxímetro, lo puso en mi dedo índice, lo quitó, lo limpió, lo colocó de nuevo, abrió los ojos, arrugó la frente, me miró, me tomó el pulso y preguntó “¿vienes con alguien?”. Mi esposo se había quedado cuidando a nuestra hija en casa así que la respuesta fue “No”. Y continuó –Llama a alguien, te vamos a remitir a urgencias, tu pulso y saturación, indican que puedes estar sufriendo un paro cardiaco”.

Salimos del consultorio, el médico me pidió que bajara por el ascensor, pensé “solo es un piso” pero le hice caso, temía que tuviese razón. Cuando abrí la puerta del ascensor, el médico me estaba esperando frente a ella y me llevó a la sala de procedimientos. Llamé a mi esposo, no quería preocuparlo así que solo le dije que me iban a trasladar en una ambulancia a la clínica Colombia y que necesitaba su compañía. Me respondió que haría un par de llamadas para que recogieran a Marguerite y así fue, llegó a los 20 minutos de haberle llamado, todo fue tan extraño… En un segundo volvió la idea que había tenido el día anterior: “Me voy a morir… está bien” –lo acepté, acepté que probablemente esa era mi hora, oré, le pedí a Dios que cuidara a mi hija, a mi esposo, que los amaba con todo mi corazón y que esperaba que mi niña pudiese entenderlo. Tomé el poco aire que podía y por ese instante me sentí mejor. Mi esposo y la ambulancia llegaron al tiempo, me tomaron saturación y latidos cardiacos nuevamente, me subieron a la camilla, luego al carro, no sabía a dónde me llevaban exactamente, pero tenía claro que ir a urgencias en medio de una pandemia no era bueno.

Llegamos, sinceramente no sabía ni dónde estaba, cuando estás acostado en una camilla solo ves el techo, escuchas voces y el sonido del monitor de signos vitales pitando. Se acercó una doctora o enfermera, no sé qué era, y me hizo algunas preguntas. Para ese momento ya me sentía completamente ahogada, así que le hablaba como podía. Me trasladaron de allí a la UCI. Me hicieron otra valoración, el pecho aún me dolía, me tomaron muchos exámenes, PCR, antígenos, TAC, etc., me hicieron muchas preguntas y después de eso me trasladaron a una habitación. Allí, había tres pacientes más en la misma situación, entre ellos una mujer embarazada. Pasó el día, para la medianoche aún no nos decían nada, no nos daban resultados, nada… Había un señor de unos 55 años con mucha fiebre, pero no nos daban ni un medicamento para el dolor, ni un acetaminofén, absolutamente nada. El hombre en su desesperación por la falta de humanidad sacó dos pastillas de acetaminofén de su maleta, se las tomó, y dijo “Si no hago esto, aquí me muero”. Entablamos una especie de amistad por empatía con los pacientes que estaban allí, yo había sido ubicada cerca a una ventana, desde allí podía ver la puerta abierta, veía como pasaban personas muertas con sábanas puestas de la cabeza a los pies, los médicos solo los llevaban, se escuchaban a lo lejos risas, y personas hablando, puedo estar casi segura de que no era ningún paciente, pues quienes estábamos allí no teníamos fuerzas para absolutamente nada.

Pasaron unas horas, y tuve que ir al baño, así que salí de la habitación y me di cuenta de que al lado derecho del lugar que nos asignaron, había personas muy graves, ya entubadas, al frente, gente con batas puestas, desnudos, canalizados y con suero, a la izquierda había personas con el torso expuesto y boca abajo.

Cuando iba por el pasillo, me di cuenta de que los médicos corrían de un lado a otro, con sonrisas nerviosas, y algunos realmente angustiados, gritaban “¡inyección de adrenalina! ¡Paro cardiorrespiratorio!”. Ahora que lo escribo, no parece tan traumático, pero en ese momento veía la muerte pasar a mi lado. Nos asignaron un baño mixto para los pacientes, tanto los graves como los no tan graves, llevándome a concluir que, si alguien allí llegase a estar sin covid, se contagiaría sí o sí. Me sentí mal, como si estar enfermos fuese culpa nuestra, como si tuviésemos lepra o algo así, lo digo porque los médicos nos preguntaban cosas a dos metros de distancia y llevaban la cabeza hacia atrás cuando respondíamos, evitando ser contagiados.

Cuando regresé del baño, me senté en la camilla, recibí una llamada de mi papá, que me dijo rápidamente “Ni por el chiras se vaya a dejar hospitalizar” y colgó. Luego llegó una enfermera, nos miró a todos, salió al pasillo y le dijo a alguien “aquí”. No nos dijeron absolutamente nada ni nos advirtieron siquiera sobre lo que pensaban hacer, simplemente nos sacaron de la habitación y nos dejaron en el pasillo a todos. Mientras estaba allí veía como pasaban de un lugar a otro a las personas con el torso descubierto y boca abajo, me preguntaba si en esas condiciones no podía ser peor para ellos, era madrugada, hacia frío, las ventanas estaban abiertas, ellos estaban muy enfermos y no tenían siquiera una cobija para protegerlos… entendí en un momento por qué la gente se moría, por qué la gente empeoraba…

Fue cuestión de minutos, yo no había recibido un solo medicamento, estaba tal cual llegué, ni siquiera un ibuprofeno, nada. Seguía ahogada, con los mismos síntomas, el mismo dolor, la misma taquicardia y ya a este punto no había comido absolutamente nada desde el desayuno del día anterior. Me sentía débil, pero esa debilidad se convirtió en coraje cuando vi como pasaban frente a mis ojos cuerpos inertes, personas recientemente fallecidas por paros cardiorrespiratorios, los médicos llevaban las camillas con respeto y calma, sus rostros parecían ya no sentir dolor por lo sucedido, pasó una vez, dos veces, tres veces… y perdí la cuenta de cuantos cuerpos sin vida vi en menos de dos horas.

Un miedo incontrolable me invadió, dándome valor para levantarme de esa camilla e ir a pedir un retiro voluntario, por supuesto no me querían dejar ir, decían que aún tenía muchos exámenes pendientes, que no me recomendaban salir de ahí, pero que si lo hacía yo asumía las consecuencias. Respondí “Las asumo, pero aquí no me quedo más”. Me hicieron firmar un papel que prácticamente me hacia responsable en caso de morir en mi casa, me advirtieron que cualquier problema que tuviese, ellos estaban dispuestos a ayudar. Me dirigí a la salida, mi esposo aún esperaba afuera, las piernas me temblaban, tenía mucha tos, la espalda me dolía demasiado. Salimos de la clínica, tomamos un taxi, llegamos a casa, en la puerta del apartamento me quité la ropa, me puse una bata e inmediatamente entré a la ducha, duré alrededor de una hora bañándome y recordando todo lo que había pasado, no quería volver a visitar una clínica nunca en mi vida.

Al día siguiente, pedí una cita médica que me fue asignada para un día después. Revisaron mis radiografías, mis pruebas de sangre, mis pruebas de covid y finalmente me diagnosticaron asma, no tenía covid, pero había tenido, y su secuela fue asma de por vida.

Al parecer, la taquicardia y los ataques de ansiedad habían sido causados por falta de oxígeno, me dieron unos medicamentos e inhaladores, y terapias respiratorias poscovid; dichas terapias eran cosas tan sencillas como inspirar, levantar los brazos, retener el aire y expirar, ejercicios que por ser cantante llevaba haciendo prácticamente toda mi vida, pero no eran sencillos de hacer, dolían, ardían, cansaban, agotaban tremendamente y mareaban; terminé por frustrarme, me había convertido en una cantante asmática.

A la semana siguiente, volví a clase de canto, mi maestra se dedicó a hacer terapias respiratorias conmigo, me guiaba con paciencia y amor, ya no sé cuantas veces lloré en clase, estaba a punto de graduarme y no sabía cómo manejar esa situación, pensé que nunca iba a poder y tendría que buscar otras alternativas en mi profesión. En muchas de esas conversaciones conocí la humanidad de mi maestra, me apoyó, me consoló, me brindó todos sus conocimientos para salir de eso, y durante ese tiempo se convirtió en una de las personas más importantes para mí.

Mi perspectiva y forma de ver la vida después de todo esto cambió, ver la muerte pasar frente a mis ojos me cambió la vida, la superficialidad que me acompañó durante casi toda mi carrera se desmoronó en unos meses y empecé a priorizar lo realmente importante: la vida, la familia. Cada día es una nueva oportunidad, una oportunidad para mejorar como personas, para ayudar a otros, algún día todo esto terminará y nos olvidarán o recordarán, no por lo que hicimos para nuestra vida, sino por lo que pudimos hacer por los demás.

Publicado por Concéntrika Medios

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