Por: Alejandra Quintero
Soy hija única del matrimonio de mis papás, una pareja madura y sobreprotectora que quería darle todo a su hija. Ese darle todo, incluía un carro de mercado lleno de sus caprichos. Ojalá se me hubiera antojado llenarlo con frutas o galletas de dieta. Pero no, siempre estaba lleno de galgerías que devoraba feliz diariamente.
Desde muy pequeña los médicos dijeron que sufría de obesidad infantil, hasta la sopa me prohibieron, pero eso no parecía importar. La comida me hacía feliz, así que no la iba a dejar.
¿Qué papá no piensa que su hijo es el más lindo? En mi casa, yo era toda una princesa, gorda, pero princesa. Fui reina dos veces “qué niña más linda, lástima que sea tan gordita” decían los que iban a ver los reinados. Siempre dijeron que tenía una carita bonita, lo que llamaba la atención de los niños del salón –Cuál es la niña que te gusta hijo, ella, la gordita-
Un día, en el jardín bailamos sopa de caracol, el atuendo, hecho en papel crepé dejaba ver nuestro ombligo, o al menos el de las demás niñas ¿No te da pena, mira esa barrigota, además dónde está tu ombligo? Me reclamó una niña de unos 7 años.
Crecí en los 90, época en la que las ombligueras y los chichles eran tendencia. Sólo un día fui capaz de dejar mi ombligo al aire, mi mamá me dijo que me veía hermosa, era mi cumpleaños. Llegamos a la fiesta y no hubo más tema que mi enorme panza. Al parecer todos estaban preocupados, pues regañaban a mi mamá por darme tanta comida.
En la década también estuvieron de moda los enterizos. Quería uno, mi papá me dijo que me quedaba muy bien. Llegamos a la casa de mi abuela, esperaba que todos notaran que estaba estrenando. Lo hicieron “parece un costal de papas, mire eso, lleno de papas, mientras agarraban fuerte y con desprecio cada uno de mis gorditos”.
Mi muñeca favorita era la Barbie, las tenía todas. Sin embargo en los juegos jamás pude ser una. Nunca ha existido una barbie gorda, me decían mientras se reían.
Jugar era divertido, pero por el peso no lograba correr tranquilamente y odiaba sentarme en algún lado “si Leidy se sienta, lo rompe” “sentémonos todos a este lado para equilibrar el peso” y me dejaban sola en una esquina.
“Gorda, marranuda y fea” es lo más lindo que podía escuchar de la boca de mi tía, quién además se encargaba de que todos los niños lo repitieran. Para ella era un juego, para mí nunca lo fue. Para mí fue la imagen que se ponía en frente del espejo antes de salir.
En mi casa siempre hicimos dieta. Mi papá tenía el colesterol y los triglicéridos altos, debíamos cuidarnos. ¿Y cómo no? si antes de que mi mamá sirviera el almuerzo, mi papá y yo nos escapábamos a la tienda a comer salchichón, colombiana y pan francés. Si en el restaurante santandereano de la esquina me servían porción completa, teniendo 8 años y la pelanga era uno de nuestros bocadillos favoritos.
Un día acompañé a mi mamá al médico. Siempre tuve una mancha en el cuello y quise quitarla, aprovechando la visita, le iba a preguntar al doctor si era posible. Estando en la sala de espera, una señora de unos 30 años, con toda la autoridad me dijo “yo no me preocuparía por esa mancha que ni se ve, mejor preocúpate por esas llantas que no te van a dejar vestir cuando seas grande” también agarró una por una con el mayor de los desprecios.
Y al parecer esa señora tenía razón, el colegio me lo iba a confirmar. Siempre fui la más pequeña. Mis compañeras me llevaban 3 o 4 años. Apodos como Michelin o Julius me acompañaron durante mi etapa escolar.
Mis compañeras empezaron a convertirse en mujercitas, algo que no me iba a ocurrir a mí aún. Me faltaban un par de años. Yo seguía usando vestiditos de encaje con pava y cartera que le combinaran. El jean descaderado nunca le quedó bien a mi cuerpo.
Llegó el momento que todas esperaban. Las fiestas de quince eran el sueño de muchas niñas. Me invitaron a una y debíamos vestirnos igual. El día que iba a mandar a hacer mi vestido, la dueña de la fiesta, por la ventana de la ruta, agarrando gordo por gordo y riéndose decía “¿Cómo te vas a poner el vestido de mi fiesta?, dile a la señora que te lo haga grande, vas a parecer un talego, pero al menos no se te ve todo esto”. Mi vestido tuvo que ser diferente, no había forma en que los strapless y la tela pegada al cuerpo combinaran con mi figura.
Ya para este punto, llevaba más de la mitad de mi vida actual, escuchando lo mal que estaba ser gorda, las dietas que debería hacer, lo parecida que estaba a mi mamá por el “coto” que me escurría de la cara, lo mal que me veía con la ropa o lo difícil que iba a ser que alguien se fijara en mi.
Entré a la universidad siendo gorda. Me decidí por la Comunicación Social “su hija debe ser divina, toda una modelo” le decían a mi mamá cuando me esperaba en las escaleras de la Javeriana “para mí es la más linda” respondía ella, aunque siempre estuve muy lejos de ser la modelo.
La universidad fue una época más tranquila para el tema de la gordura, sin embargo, andaba con un par de flaquitas talla 4, que al lado de mi talla 10 y a veces 12 hacían que se me notara que era un poquito más ancha. Una de ellas un día notó que “Si fueras flaca, se te verían más pechos, el problema es que están a la par con la barriga”.
- ¡Vamos todos de paseo!
- No puedo, tengo una salida con mis papás, tengo curso, tengo trabajos, me duele una muela.
Cualquier excusa era válida con tal de no tener que ponerme un vestido de baño en frente de alguien. Por cierto, la única vez que lo hice fue en 11, fuimos a piscilago, y mientras muchas caminaban con sus salidas de baño de malla por el borde de la piscina yo no me quité la camiseta ni la pantaloneta un segundo “parecía un niñito” decían.
Mi imagen ante el espejo cada vez era más parecida a lo que todos decían. Podía cambiarme unas 10 veces antes de salir de la casa. No me sentía bien, todo estaba muy justo o muy ancho. Vestirme diariamente era un karma. No lograba estar tranquila con nada. Cada vez eran más fuertes las voces de mi cabeza, si quería ser linda, debía ser flaca, no había opción.
Y en ese afán por ser flaca compré todo lo que salía en televisión. Fajas, cinturones, máquinas de ejercicio, malteadas, pastillas, gotas. Ya era cliente fiel de televentas. Cualquier remedio casero o dieta de internet era válido para mí. Cualquier tratamiento médico que se inventaran yo debía probarlo, mi cuerpo permanecía con morados redondos por la vacumterapia y mi espalda torcida por las agujas que ponían mal durante los tratamientos homeopáticos. Sin embargo, no bajaba de peso.
Una lipo fue la solución, o al menos eso pensé. Con mi cintura de 58 cms seguía mirándome al espejo y sintiendo que no era suficiente… Jamás lo sería.
Podría seguir describiendo momentos en que alguien, queriendo o sin querer me ha llamado gorda, cada vez que alguien lo dice, la que está en mi espejo engorda un par de kilos más.
Hoy es el día mundial contra el bullying y #MeDoyAutoLike porque aunque aún es difícil, de a pocos me he ido aceptando, queriendo, gustando. Con faja y haciendo dietas por semanas cada vez me molesta menos ser la gordita. 34 años después las palabras no afectan tanto y creo que cada vez estoy más cerca de verme en el espejo como realmente soy.