Por Yuri Adoniram
Una clara noche, sin nubes que opacaran el resplandor de la luna. En medio del bosque, un estanque congelado se extendía como un espejo, reflejando el cielo estrellado. Debajo del hielo, los peces nadaban lentamente, sus siluetas deslizándose entre las sombras azuladas del agua. El chico ajustaba las cuerdas de su violín con calma, girando las clavijas con precisión, concentrado en encontrar la nota exacta. Frente a él, la chica lo observaba con una mezcla de impaciencia y entusiasmo. Su cabello flotaba levemente, hecho de hilos de luz blanca, y sus ojos violeta brillaban con la expectativa de quien está a punto de recibir un regalo largamente esperado.
—¿Ya casi terminas? —preguntó con voz cantarina, como si sus palabras hicieran cosquillas en el aire. Se inclinó hacia adelante con la misma lentitud juguetona de una hoja cayendo.
—Casi —respondió él, sin apartar la vista del instrumento.
Ella ladeó la cabeza, fijando la mirada en el hielo bajo sus pies, donde los peces nadaban con tranquila indiferencia.
—¿Crees que ellos lo saben…? —susurró—. Que estamos aquí. A veces pienso que… quizás nos sueñan, como si fuéramos parte de un cuento que olvidaron.
El chico levantó la vista por un momento, luego volvió a su tarea.
—No lo sé. Tal vez nos ven como figuras borrosas… sombras irreales.
Ella sonrió, leve, como si un pensamiento la rozara y se escapara antes de poder atraparlo.
—Tal vez así como tú me ves a mí… como si no supieras si soy real o un reflejo.
Él no respondió de inmediato. Giró otra clavija y probó la cuerda con un leve toque del arco, verla a los ojos siempre hacía retumbar su corazón.
—Hay algo que he querido preguntarte… —dijo, mirándola de reojo.
Ella lo observó con la curiosidad de un panda rojo, o de cualquier criatura pequeña y atenta que descubre algo por primera vez.
—¿Tú… sabes qué hay después de la muerte?
Parpadeó con lentitud, como si la pregunta le acariciara el pensamiento.
—No hay muerte —dijo al fin, con voz serena, como quien habla dormida—. No como la entienden ustedes. No hay un abismo de oscuridad, ni fuego o hielo, ni puertas doradas. Pero eso no significa que no exista algo más allá. No todo lo que muere… muere del todo.
Sus ojos, violetas y tranquilos, brillaron cuando notó que un pez la observaba desde el otro lado del hielo.
El chico se detuvo por un segundo. Sujetó el violín con más firmeza.
—Eso no tiene sentido.
Ella dejó escapar una risita baja, como si el aire mismo le hiciera cosquillas.
—¿Y acaso todo tiene que tener sentido? A veces, las cosas que menos lo tienen… son las que más resplandecen. Como tú.
Se encogió de hombros, divertida, como si las reglas del mundo fueran solo sugerencias.
Él dejó escapar una ligera sonrisa, apenas un gesto.
—Los humanos siempre hacen guerras por cosas que no entienden —dijo ella de repente—. Por dioses que ni saben si existen. Luego los dibujan en murales enormes, los tallan en grandes… estatu… ¿estatuluas?
Él la miró de reojo, disimulando su curiosidad.
—¿Estatuas?
—Ah, sí… —dijo, como si saborear la palabra la hiciera sonreír—. Estatuas.
Luego lo miró con ternura.
—¿Ves? Siempre quieren tener control —dijo ella, sonriendo con ternura—. Hasta sobre las palabras.
Él entrecerró los ojos, divertido.
—¿Y tú? ¿Existe al menos uno? ¿Has conocido a algún dios?
Ella lo miró con una expresión suave, como si la pregunta fuera un copo de nieve flotando entre ellos.
—No lo sé. Tal vez. Si llegas a conocer alguno… ¿me lo presentarías?
Se inclinó un poco más, su mirada dispersa y brillante, como si intentara ver más allá de lo visible.
—Lo que hay allí no existe en palabras —susurró—. Es como un reflejo sin origen, una sombra que resplandece… un infinito que termina donde empieza.
Se quedó en silencio, como si algo invisible le acariciara la memoria.
—Cuando tocas… cuando tocas, es como si una puerta se entreabriera por un instante. Me hace recordar… y olvidar también. Solo un poquito. Es como flotar un ratito… Por eso amo escucharte.
Sus mejillas se tiñeron de rosa apenas lo dijo, pero no apartó la mirada. Su voz, suave y serena, flotaba como una brisa tibia en medio del frío, como quien deja escapar algo más profundo de lo que alcanza a entender.
—Y yo… amo que me escuches.
Las palabras salieron tímidas, como si se avergonzaran de sí mismas al rozar el aire, pero aún así se atrevieron a alcanzarla.
Y antes de que él terminara de afinar el instrumento, ella añadió en un dulce susurro de miel:
—Vayamos juntos.
—¿A dónde?
—A donde van las estrellas cuando se apaga su brillo. Cuando seas ceniza, y la ceniza de vida a las flores. Iremos juntos. Porque no quiero una eternidad donde tú no estés.
Él la observó, y por un segundo todo su cuerpo pareció aflojarse, como si las palabras de ella hubieran besado la esencia misma de su alma.
Ajustó el violín con delicadeza…
Inspiró hondo…
Y el primer sonido flotó sobre el aire helado…
Ella se enderezó, y sus ojos se encendieron como luciérnagas…
Él cerró los suyos, y empezó a tocar…
La melodía se extendió sobre el hielo, deslizándose entre las sombras de los peces, perdiéndose en la inmensidad de la noche, con dos almas entrelazadas por el mismo latido.
Artículo producto de ejercicios académicos. No es oficial de la Universidad y las afirmaciones u opiniones emitidas a través de ellos no representan necesariamente a la Institución.
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