100 y 1 Quijotadas

Por Javier Correa Correa

jcorreac@ucentral.edu.co 

La verdad es que para escribir una columna de opinión en Colombia sobran los temas. Los hay de política, de derechos humanos, legales, culturales, deportivos, de paz, de guerra, de corrupción (estas dos últimas están entrelazadas), de educación, de salud, de pensiones, de trabajo, de desempleo…

Y ni hablar de los asuntos internacionales, con las guerras y la corrupción, con los genocidios (como en Palestina y en Ucrania), con los deportes (especialmente fútbol, pero también Olímpicos y Paraolímpicos, aunque estos dos son temporales).

No significa esto que sea fácil escribir columnas de opinión, pero temas sobran. La mayor dificultad está en cuál de todos abordar, no solo en la coyuntura, sino cómo superar eso que ha sido definido como Agenda Setting, que no es otra cosa que determinar los temas sobre los que se debe y puede hablar, y cómo hacerlo. Por lo tanto, como ciudadano y como periodista busco temas por fuera de esa agenda, que es la que les permite a los grandes medios deleitarse y manipular a ese abstracto que llaman opinión pública.

Con esta han sido 101 Quijotadas, cuyo nombre se deriva del ingenioso hidalgo, un soñador que pretende cambiar el mundo, como yo. No llevo lanza en ristre ni escudero, pero sí me apropio de la frase según la cual “ladran, Sancho, señal de que cabalgamos”.

El mundo no ha cambiado con mis tímidas opiniones, sería más que pretencioso tan siquiera pensarlo. Pero sí he tratado de dialogar con muchas personas, no con el ánimo de convencer a nadie de nada, sino de poner sobre el tapete aquellos temas que me alegran o me agobian, es algo sencillamente humano. Y tengo derecho de decir lo que siento y pienso. Así como tengo la obligación de escuchar lo que otras personas sienten y piensan. Eso es diálogo.

Diálogo como el que sostenían Alonso Quijano, el ingenioso hidalgo, y Sancho Panza, otro soñador irredimible que más que escudero era un amigo. Amigo y cómplice. El primero, un hombre que se sumergía en los libros, y el segundo, un analfabeto que en realidad podía ser más sabio, de eso que llaman sabiduría popular. Esa es la amistad, dicen. Y coincido.

Quijote y Sancho conversan / Crédito: Gustave Doré

Cada semana –aunque de manera irregular– me he dado el espacio para escribir esta columna, dirigida a desconocidos, a amigos y a mí mismo. Disfruto cuando escribo, en un ejercicio catártico para dejar salir todos los gigantes que se podrían convertir en molinos de viento, como a los que se enfrenta el Quijote.

Al mencionarlos, recuerdo que varias de las primeras notas de opinión las escribí hace unas cuatro décadas bajo el título de Molino de papel, en un periódico de Cali del que me echaron por pensar como pensaba –como pienso– y de actuar en concordancia con eso.

Sigo siendo un librepensador, como el Quijote, y mientras tenga ganas seguiré escribiendo sobre lo que se me ocurra, para lo cual no se requiere una imaginación prodigiosa sino capacidad de observación de la realidad. Y ganas quijotescas de cambiar lo que me parezca que debe ser cambiado. Muy utópico, tal vez, pero soñar no cuesta nada.

A quienes han leído alguna que otra de estas columnas, gracias. Gracias por soñar, conmigo, por un mundo más humano. 

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