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La muerte del abuelo

Por: Alexander Owl

La tierra exhalaba un aliento húmedo al cielo, un canto oscuro que resonaba entre los campos cargados de tristeza, un torrente de lágrimas que se deslizaban entre las grietas que quebraban la tarde de domingo. Lyam, un chico alto con melena carmesí y ojos plateados, nublados por el llanto, se lamentaba por la muerte de su apreciado abuelo Beru. Lo destrozaba en mil pedazos el recuerdo de su cuerpo sin vida postrado en la habitación; el recuerdo le atravesó el pecho como una daga afilada.

Había llegado a visitar a su abuelo muy feliz, con una sonrisa de oreja a oreja, cuando de pronto el filo de un olor denso le cortó el aliento. Era la muerte misma, que se había instalado en la habitación con un perfume cruel. Entró de golpe. El pitido punzante en sus oídos se combinó con la terrorífica imagen del gran exoesqueleto inerte de su abuelo. Cuestionamientos invadieron su cabeza como una plaga de mosquitos: ¿Por qué se lo llevaron? ¿Por qué la vida es tan injusta? ¿Por qué arrebataron a quien más amaba, aquel que lo amó sin importar nada? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Ahora, entre el aroma implacable del formol y el peso de la tierra que lo cubría, Lyam contenía un grito. No era ahí donde su abuelo debía descansar. Su piel, su coraza, no pertenecía a ese lecho oscuro, sino al hormiguero, al abrazo final de los suyos.

Ataúd de la muerte del abuelo

Terminado el funeral, Lyam se secó las lágrimas y se acercó a platicar con algunos familiares, quienes lo abrazaron con pesar. Todos lamentaban la muerte de Beru, la hormiga más humana que había existido. Después de largas pláticas, un hombre con traje sombrío, cabello enredado y ojos de sol se acercó a Lyam. Lo abrazó con una fuerza descomunal, como si quisiera reducirlo a polvo. Pasado un rato, lo soltó y acercó sus labios al oído para susurrarle:

—Eztimado dezvarío de la naturaleza, le ofrezco miz dizculpaz por tan ozado comportamiento. Zin embargo, necezito notificarle que zu abuelo dejó un teztamento que zerá leído el día 20 de marzo del prezente año. Deberá aziztir, puez zu marpufdro—ez decir, zu abuelo—ha dejado algo para uzted… pertcho parturreo… quiero decir, eztimado dezvarío.

El hombre se alejó, dejándolo a solas con un torbellino de preguntas. Su voz aún vibraba en los rincones de su mente, como un eco de otro tiempo. Aquel extraño hablaba el idioma de su abuelo, pero Lyam jamás lo había visto. Su sola presencia era una sombra larga, una amenaza sigilosa que le erizaba la piel. ¿Quién era aquel espectro de traje sombrío, tan afilado como la hoz de la muerte? ¿Por qué sus palabras se sentían como un presagio? ¿Qué ráfaga oscura lo había traído hasta él? Sin más, agobiado, se despidió de su familia y se dirigió a casa para descansar y seguir con su duelo.

Ya en casa, se fue a dormir. Así pasaron los días hasta que, al fin, llegó la fecha de la lectura del testamento.

Lyam tomó la vieja gabardina roja que le había regalado su abuelo, se puso un traje tan oscuro como la noche y partió al lugar citado.

Al llegar, se sentó junto a su hermano Cris, un hombre de apariencia bestial, con cabellera púrpura y ojos de luna. Poco a poco fueron llegando los demás familiares, acomodándose en las sillas.

El tiempo transcurrió y, finalmente, el hombre sombrío del funeral cruzó la puerta. A su paso, el aire pareció enfriarse; su presencia desprendía una oscura gravedad. Sin preámbulos, desplegó el testamento y comenzó a leer con voz firme:

—Eztimadoz miembroz de la familia, ahora prozederé a leer lo que el zeñor Beru, la hormiga, ha dejado para todoz uztedez. Para mi hijo Anto, dejo mi caza. A mi hija Gahan, miz autoz. Para miz nietoz Criz, Leo y Mar, dejo miz joyaz. Y para mi queridízimo caballero ezcarlata, mi nieto amado Lyam, dejo mi fábrica, la caza en Inglaterra, mi amada morada en Shant y ezta llave con la dirección de un cofre.

El hombre cerró el papel, entregó lo pertinente a cada uno y, sin más, desapareció entre las sombras.

Lyam salió de aquella habitación, despidiéndose de todos. Entonces sintió un calor abrasador proveniente de la llave. Quemaba como si sostuviera el infierno en sus manos. Sin embargo, por alguna extraña razón, aún podía sujetarla.

Invadido por la curiosidad, partió rumbo a la dirección indicada. Al llegar, se encontró con un enorme montículo de tierra, coronado por una bandera azul en la punta, como si del Everest se tratase. Sin saber qué hacer, revisó nuevamente la dirección y notó que en el reverso había un mensaje escrito a mano:

“Mi cavallero escarlata, si estás biendo esto es porque has llegado al lugar. Deverás excavar hasta encontrar el cofre de mis tesoros.”

Acto seguido, comenzó a excavar. Cavó y cavó, hundiéndose en la tierra como un naufragio en el océano. A medida que el agujero se hacía más profundo, el aroma de la tierra se impregnaba en su piel, y con él, la colonia de su abuelo parecía despertar de entre los granos de polvo. La memoria olía a ausencia.

Motivado e intrigado, continuó hasta que sus manos chocaron con algo sólido. Era un cofre, una isla en aquel mar de oscuridad.

Colocó la llave ardiente en la cerradura, y el cofre suspiró al abrirse. Pero en lugar de un tesoro brillante, halló un desorden de objetos caídos en el olvido: joyas gastadas, juguetes sin dueño, comida que el tiempo había reclamado, y, entre todo ello, un trozo de papel que se plegaba como un gato dormido.

Fue sacando cada objeto con el cuidado con que se recogen los restos de un fósil. ¿Por qué su abuelo le había dejado aquello? Entonces, entre el caos, algo atrapó su mirada: un collar con la forma de una hormiga escarlata de ojos plateados, reflejo inquietante de sí mismo.

La curiosidad le latió en las venas. Desdobló el papel con manos temblorosas y comenzó a leer.

Quifdo Lyam,

Ija carfka af jaro ficijarte ima gratda, joar sa ma nata. K saka eterna gar jor, ma fajte, ma jaridea, tha manbre yar canrcamo. Doda ya llaya ta torr dada Shant, tha gifa na jasfida falesay. Demo uzta llayaga tha ma gifa na facido mear fappy. Ma nasino ferpario, if yao loj desto kara fajir k na memerto. Demo k sapjas k sagara felo nasino ma memartado. Na se yao rre a jarh nasino, pleba asa ta malato ya ta codcaro ta pleba uenga ma. Tamo, Lyam.

Los ojos de Lyam se bañaron en lágrimas, y las dulces pero filosas palabras le atravesaron el alma. Con manos temblorosas, tomó el collar y se lo colocó. Al instante, una tormenta de recuerdos irrumpió en su mente: destellos de risas, enseñanzas y sombras ocultas que su abuelo había dejado atrás.

Respiró hondo. El juramento se forjó en su pecho como hierro al fuego vivo, marcado en su corazón como una daga templada en llamas. Sería el caballero que su abuelo había amado, el filo en la oscuridad, la sombra de su voluntad. Y el mundo que le arrebató a su abjelifo pagaría el precio en acero y sangre.

Artículo producto de ejercicios académicos. No es oficial de la Universidad y las afirmaciones u opiniones emitidas a través de ellos no representan necesariamente a la Institución.

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