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Emma Reyes: memorias del silencio

Por Saray Valentina Rodríguez Ardila

Foto tomada de “elsiglo.com”

La memoria es construcción social y emocional 

 Los seres humanos tenemos memorias silenciosas que afectan nuestro ser, determinando en gran medida lo que somos y cómo nos comportamos con los otros. La mayor parte de nuestra memoria, su parte vital, se encuentra arraigada en nuestra infancia.  Por esta razón, es fundamental la pregunta por la crianza, por los lazos familiares y por las alegrías y tristezas que marcaron nuestros primeros años en la vida. Pero no podemos fiarnos de nuestra memoria, pues la memoria no es un monólogo, sino una construcción que no depende de un relato único, como lo sostiene Chimamanda Adichie (2009) en su conferencia sobre el peligro de la historia única. 

La trayectoria vital y emocional de un sujeto en el mundo permite comprender con mayor precisión de quién se está hablando. Emma Reyes parece ser, todavía, un nombre desconocido para la inmensa mayoría de los colombianos. La trayectoria artística de esta mujer se desarrolla en el extranjero, en diferentes países de Europa y Latinoamérica. Para hablar de ella, es necesario mencionar la fragilidad de su alma y a la fuerza de su voluntad, a la inteligencia de sus palabras y a su franqueza de sus actos. Es necesario, sobre todo, hablar de su infancia. 

El amor salva

Emma Reyes cuenta su infancia sin resentimiento, con ternura, con honestidad y respeto, pero, sobre todo, con dignidad, porque reconoce en su historia el valor de sí misma como persona. Pero lo más bello de la artista radica en su capacidad para plasmar la realidad usando como medio la literatura epistolar. 

Memoria por correspondencia no solamente relata la historia de Emma, sino que refleja, de algún modo, la de millones de personas que vivieron, viven y acaso sigan viviendo las mismas dificultades a las que Reyes se enfrentó en el siglo XX: analfabetismo, abusos emocionales, problemas socioeconómicos, etc.  Sin embargo, a pesar de las dolorosas dificultades que nos relata Emma en relación con su infancia, el amor jugó un papel fundamental. Helena, hermana de la protagonista de esta historia, es la más clara muestra de los lazos familiares, una hermana que ama de forma pura, con un afecto sin condiciones, sin limitaciones. 

Las hermanas compartieron gran parte de su infancia, se acompañaron durante los encierros, hurgando con sus ojos por la chapa de la puerta; compartieron el frío de las noches, sufrieron los días en los que sentían hambre, solo se tenían la una a la otra. Su recíproco amor fue la fortaleza de su infancia. Así lo describe Emma en una de sus cartas: “Creo que fue en ese momento que nació entre Helena y yo una especie de pacto secreto y profundo; un sentimiento inconsciente de que éramos solas y que solo nos pertenecíamos la una a la otra” (Reyes, 2012, p. 34). 

El amor muchas veces se presenta en silencio, pero basta con mirar a los ojos, escuchar la risa del ser amado, tocar su mano, sentir la fuerza de un abrazo espontáneo… para percibir la instantánea conexión de dos almas. El amor no solo es algo, sino que se presenta en alguien; el amor, la mayoría de las veces, vuelve a los individuos frágiles porque saca lo mejor de su ser, los deja expuestos en su esencia misma. 

El dolor fortalece

En la otra esquina de la vida, frente al amor, está el dolor. El abandono, presente en toda la obra, se vincula directamente al alma fragmentada de la autora, que la entiende como “una muerte en vida”. Se trata de una muerte simbólica que se pone de manifiesto en su correspondencia. Emma nos habla del abandono del “bebé”, que era su refugio, su escape; era un juguete, es cierto, pero sobre todo era su hijo. Hay aquí una fiel y clara muestra de la difusa frontera que existe en el amor y el dolor, entre la fuerza y la vulnerabilidad de los sujetos. 

Creo que en ese momento aprendí de un solo golpe lo que es injusticia y que un niño de cuatro años puede ya sentir el deseo de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la tierra.  Ese día quedará sin duda como el más cruel de mi existencia (Reyes, 2012, p. 72). 

En este fragmento hay una especie de liberación por parte de la autora, un compartir con el lector el peso de una carga que oprime y que lastima, una complicidad en el sentir de un triste recuerdo. No hay un acontecimiento único o específico en el que la historia de la autora se parta en dos, más bien parece tratarse de muchos lamentables episodios en los que hay un quiebre radical. De tanto partirse en dos durante varios años, el alma de la niña que fue Emma quedó hecha trozos que deben recogerse a través de los años por medio del recuerdo. 

Emma, al abandonar a su “bebé”, no era en ese instante una niña de cuatro años, sino que fue una madre que perdió a su hijo. Las cartas de Reyes son la muestra de que la escritura es al mismo tiempo la liberación y el espejo del alma. A través de las palabras se abre una grita por la que entra una luz que ilumina los dolores y sufrimientos que habían oscurecido el ser. 

El abuso del silencio 

          Otro hecho representativo de la obra es el silencio. En ocasiones, el silencio se puede entender como la ausencia del tiempo y la total presencia de la conciencia, es el peso absoluto de la vida misma. En Reyes, el silencio es algo cruel, doloroso, que termina por enmudecer durante años a su espíritu. 

Una noche me mandaron sola al solar para buscar el balde del agua, yo lloraba del miedo, iba caminando en la punta de los pies y contra las paredes, casi sin respirar, con el oído atento al más mínimo ruido (…) y, cuando estaba pasando las primeras piezas de madera, (…) sentí dos manos gigantes que me apretaron de la cintura y me levantaron en el aire. (…) me quedé muda, no me salía ni un ruido de la boca y sentía como una piedra en la garganta que me ahogaba. (…) sentí que las manos me descendían de nuevo hacia el piso, fue a ese momento que mi cara se encontró frente a frente con la cara del loco; los ojos saltados, una barba negra enorme, la boca abierta, sin un solo diente, me siguió descendiendo (…) y vi que su cuerpo estaba completamente desnudo, me acostó muy suavemente sobre el piso y se arrodilló junto a mí y empezó a besarme la cara. Yo sentía que los pelos de su barba me entraban por la boca, la nariz, los ojos, los oídos, trataba de darle puños y patadas, pero sus grandes manos eran más fuertes que mis piernas y mis brazos. A ese momento vi aparecer una luz contra la puerta del solar, eran las dos hermanas (…) que lo estaban buscando. Cuando las vio se levantó (…), yo seguía tendida en el suelo, ellas se iban acercando muy despacito y lo llamaban con una voz muy dulce, él seguía parado frente a mí, mirándome fijamente. Cuando vio que ya se acercaban, tomó su pipí con las dos manos e hizo pipí encima de mí, rociándome de la cabeza a los pies, como si fuera una planta. Cuando terminó, sin decir ni una palabra se acercó ellas con una gran sonrisa de alegría (Reyes, 2012, pp. 86-87).

El silencio a veces no es cómplice del abuso, sino que se presenta como el abuso mismo. El abuso que Emma sintió es el silencio mismo del hecho, el silencio de la señora María que se puede considerar la madre de las pequeñas. Oriana Fallaci (2001) da un carácter moral al silencio cuando afirma que hay momentos de la vida en los que callar se convierte en una culpa. Colanzi (2019) manifiesta tajantemente que el silencio por parte de las instituciones que deberían velar por los derechos, más que representar el silencio de la sociedad, expresa el silencio de sí mismo por parte de cada una de las personas concretas que conforman las instituciones. Cuando las personas callan, se normalizan las conductas de abuso. 

Emma Reyes nos relata su infancia, dando voz a ese silencio que la acompañó durante años, para que sea escuchado desde la actualidad. Después de un siglo se podría pensar que todo ha cambiado, pero ante ese silencio que nos habla desde atrás en el tiempo, debemos preguntar si en realidad han terminado el maltrato infantil, el abuso sexual y las arbitrariedades del poder.

Solo puedo concluir que la afortunada publicación de estas cartas es un hecho ambivalente en términos socioemocionales. No puedo dejar de pensar en la privacidad de la artista, en su derecho al secreto y en la confianza defraudada cuando deciden hacer públicas las cartas. Pero también sé que, precisamente por tratarse de una artista, el conocimiento de su dolor es un medio para comprender la realidad de una Colombia en la que la infancia está expuesta a todo tipo de abusos y violencias. Agradezco a Emma Reyes por contar su infancia, y le presento disculpas por penetrar en su memoria, en su intimidad. 

Referencias

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