Un problema social 



Por: Santiago Álvarez

Cuando mi familia me subió al auto para internarme en un centro de rehabilitación, sentí un miedo. ¿Cómo sería mi vida sin alcohol? ¿Cómo podría afrontar mis problemas sin esa salida de escape? Al final de aquellas vueltas mi vida cambiaría para siempre. No solo la salvaría, también volvería a nacer.

Lo veo ahora, nueve meses después. Había aceptado someterme a tratamiento después de hacer un ridículo terrible el día de mi cumpleaños, con unos amigos. Yo había estado bebiendo desde el mediodía del viernes hasta la noche del sábado. Había quedado para cenar con mi novia.

Durante la cena seguí bebiendo y al final fuimos a una discoteca para terminar la celebración. En el momento de levantarnos, me vi incapaz de caminar, tropecé unas personas y unas sillas por lo cual me caí. Me rehusé a que me ayudaran. Conseguí caminar unos pasos, pero el mundo entero me daba vueltas.

Estábamos a unas cuantas cuadras de casa, pero mi novia tuvo que ir a buscar un taxi para llevarme. Una vez en mi casa, mi amigo tuvo que ayudar a mi novia a subirme a la habitación y a desvestirme para meterme en la cama. Al día siguiente sentí una vergüenza infinita. 

Por la mañana, intenté pedirle disculpas a mi novia, diciendo que no volvería a tomar licor y mucho menos emborracharme. Mi novia me hizo reflexionar, diciendo. 

—¿Cuántas veces me has dicho que lo dejarás? Y no puedes, no eres capaz. Necesitas pedir ayuda. Si no lo haces por más cariño que te tenga no podremos seguir con esto que tenemos.

Y así fue como empecé a salir del mundo del alcoholismo.

Un infierno en el que uno entra lentamente, sin darse cuenta de nada, a menudo desde muy joven. Durante mucho tiempo, no notamos nada. Es normal beber una cerveza para calmar la sed. Después de un tiempo también ves normal tomar unas copas después de comer o simplemente para ambientar la ocasión. 

Después de salir de la universidad, no hay cosa más normal que tomar una copa con los compañeros antes de volver a casa. Después de un tiempo se convierten en unas botellas.

Ya empiezas a llegar a casa en malas condiciones, pero te convences de que es una temporada muy estresante en la universidad y que necesitas relajarte con los amigos. Tus amigos de tragos, que se convierten en “amigos del alma”, con los que tienes interminables conversaciones de una trascendencia lamentable.

Ya empiezas a notar que las mañanas son muy duras, que te tiembla un poco el pulso y que el desayuno no te sienta bien y acabas vomitando. En la universidad, estás incómodo y esperas con ansiedad que llegue la hora de salir para poder empezar a beber. 

No eres para nada consciente de que hueles a cerveza, ron y cuanto trago tomaste. Uno mismo no se huele. Empiezas a tomar decisiones equivocadas, como enamorarte, supuestamente, de quien no toca, y acabar rompiendo tu relación.

El dolor por lo que has hecho, el sentimiento de culpa, y el fracaso de tu relación, te dan la excusa perfecta, para ahogar las penas en alcohol. Sin control. Como ya eres consciente de que tu consumo es excesivo, no tomes en bares. 

 

Vas directamente a una tienda y compras el alcohol por cajas. Siempre vas a la misma tienda y terminas conociendo al dueño, el cual siempre te tiene la orden lista sin tú pedirlo. Deja tus estudios. «No aguanto más», te dices. Empiezas un trabajo, eso sí, que te permita trabajar mucho desde casa.

Los temblores mañaneros aumentan de intensidad. Ya eres incapaz de desayunar algo sin vomitarlo. Cada día tienes menos apetito y comes muy poco.

Como trabajas desde casa, empiezas a beber desde muy temprano y en ocasiones tomas dos o tres días seguidos. Si algún día tienes una reunión a primera hora de la mañana, es una tortura. Así que acabas la reunión, estés donde estés, buscas un bar para calmar esa infernal ansiedad que te muerde el cerebro, aunque tengas que conducir de vuelta a casa.

Eres prácticamente incapaz de escribir una nota. Te tiembla tanto el pulso que sale un garabato. Cada vez estás más irritable, cada vez te molesta más todo. Cada vez estás más deprimido. Pero no eres consciente de tu alcoholismo, dices que lo puedes parar cuando quieras.

 

Sin embargo no te atreves a ponerle freno. Aunque te mires al espejo cada mañana, y ese rostro demacrado, de color pálido, con ojeras, hinchado, te diga «hoy beberé menos», no puedes. A las once de la mañana ya te estás preparando la primera bebida.